Publica y difunde: NTC …* Nos Topamos Con …
Intermedio
María. Ahora sí que
menos
Hace
algún tiempo escribí una columna un poco sulfurado porque un amigo periodista,
y muy bueno, nadie menos que Julio César Londoño, había publicado un comentario
que consideré más que injurioso y desobligante, contra otro amigo escritor.
Casi pierdo la amistad del autor del libelo, lo que habría sentido
sinceramente. Por fortuna la sonrisa de su bella mujer volvió a tendernos el
puente. No es que piense que no se pueda criticar los actos o los
escritos fallidos, incluso de los amigos. Pero hay términos que desbordan la
crítica, y de tan mal tino y mal gusto que acaban vejando más al victimario que
a la víctima. Resulta que el defendido de entonces, nadie menos que Fabio
Martínez, escritor “serio y responsable” cual se pregona, es el desaforado
nombralamadre de hoy. Como anda engolosinado con la publicación de una suya
versión de María, publicada en España, según entiendo, a la que se ha referido
con todo derecho y algo de reprobación el director del blog cultural NTC,
Gabriel Ruiz, quien se la ha jugado por entero por la divulgación de cuanto
acto literario y artístico se sucede, se le ha venido encima con la más cargada
ristra de cuchufletas. Veo con estupor que el por lo general calmado y aplomado
novelista la ha emprendido de viva voz telefónica contra el comentarista, según
éste lo ha dado a conocer por su medio virtual, en carta de la que me limito a
este párrafo:
Fabio Martínez
“Como
se lo expresé hace un momento, durante la sorpresiva, acalorada, gritona y
vulgar llamada que me acaba de hacer a mi teléfono fijo, la impresión que me
causó era que Usted estaba borracho o poseído por alguna droga alucinógena.
Recibí con relativa inquietud los calificativos de “viejo ignorante”, “viejo
gagá”, “viejo loco”, “viejo doblehijuep…, que entre otros tuvo Usted a bien
expresarme, Sr. Escritor colombiano y Profesor titular, Universidad del
Valle.” (A)
Eso no
se hace, apreciado Fabio, el arte de injuriar no da para tanto. Hasta las
palabras de grueso calibre hay que ahorrarlas para aplicarlas cuando es del
caso. Semejante deposición expresiva hacia un personaje admirado y acatado te
puede caer en la cara. Hay que respetar a quien se toma el trabajo de detenerse
en lo de uno, así sea para reprobarlo. ¿En qué queda un mariano de tu alcurnia,
aún ante la misma dama impoluta, con esos desaguisados?
Aprovecho
el tema y la oportunidad para actualizar (en fechas) un texto escrito hace
muchísimos años, donde fijo mi posición (y me ratifico), frente a la tan
manoseada y pura María. Te lo dedico:
Jotamario.
Foto Marcela Sánchez
Tendría
16 años cuando el profesor Varela me detuvo en uno de los corredores del ‘Santa
Librada College’ y me dijo que me tenía un regalo. Sacó de una bolsa y me
alargó una edición de ‘María’. Yo me sentí ofendido, mareado, menoscabado.
Acababa de participar a ladrillazo limpio en la caída del dictador y me había
tocado ser testigo presencial de una matanza de pájaros; un mes atrás había
perdido la rugosa virginidad en la zona de tolerancia; me peinaba como el Elvis
Presley y era el as del ‘rock and roll’ en los bailaderos de la Carrera 12; y
por si fuera poco acababa de leer a Madame Bovary, a Moll Flanders y a Fanny
Hill.
“Profesor, no me regale güevonadas”, le dije. “¿No ve que he decidido ser un escritor de vanguardia? Más bien présteme todo lo que tenga del divino Marqués”. El profesor Varela enrojeció de pies a cabeza, un ribete de espuma afloró a su boca, me miró como si fuera un cadáver de anfiteatro y me espetó estas palabras: “Arbeláez, en algún momento creí en usted. Tuve la sospecha de que había adquirido una chispa de sensibilidad. Pero por la forma como se ha referido a la obra sublime de Isaacs, deduzco que usted siempre será un pelmazo. Estoy seguro de que, con todas sus ínfulas modernistas, nunca escribirá una línea que la supere”.
Mi mala suerte literaria obedece, pues, a la maldición de mi profesor de literatura. A pesar de haber contado con los más rigurosos maestros de estilo, y de haber machacado retórica en sofisticados talleres, no he podido cuajar la página maestra que me coloque descollante entre clásicos, neoclásicos o contraclásicos. El profesor Varela murió con la sonrisa de satisfacción bajo sus narices de que no pude con la prosa. “El pobre se quedó en chistecitos”, fueron sus últimas palabras, según me contó el profesor de dibujo, Luis Aragón Varela. * (Continuará)
“Profesor, no me regale güevonadas”, le dije. “¿No ve que he decidido ser un escritor de vanguardia? Más bien présteme todo lo que tenga del divino Marqués”. El profesor Varela enrojeció de pies a cabeza, un ribete de espuma afloró a su boca, me miró como si fuera un cadáver de anfiteatro y me espetó estas palabras: “Arbeláez, en algún momento creí en usted. Tuve la sospecha de que había adquirido una chispa de sensibilidad. Pero por la forma como se ha referido a la obra sublime de Isaacs, deduzco que usted siempre será un pelmazo. Estoy seguro de que, con todas sus ínfulas modernistas, nunca escribirá una línea que la supere”.
Mi mala suerte literaria obedece, pues, a la maldición de mi profesor de literatura. A pesar de haber contado con los más rigurosos maestros de estilo, y de haber machacado retórica en sofisticados talleres, no he podido cuajar la página maestra que me coloque descollante entre clásicos, neoclásicos o contraclásicos. El profesor Varela murió con la sonrisa de satisfacción bajo sus narices de que no pude con la prosa. “El pobre se quedó en chistecitos”, fueron sus últimas palabras, según me contó el profesor de dibujo, Luis Aragón Varela. * (Continuará)
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“Por esos días del 59 llegó el nadaísmo a Cali;
establecimos el grupo con un sentido del humor bastante diferente al de
Medellín, y Gonzalo Arango me encargó el nada penoso deber de dar a conocer
nuestra genialidad mediante el escándalo -mientras podíamos llegar a hacerlo a
través de la producción. El mito de la comarca “estaba pagando”. Traté de
leerlo para atacarlo con más saña, pero el libro no se dejó. Mi mente estaba
pervertida por la Nana, de Zola. María no era solo el novelón romántico que
todo el mundo respetaba sin haber leído, sino también un parque y un monumento
“casi en los patios de un cuartel”. Con el apoyo redactoral de Pedro León
Arboleda —entonces periodista varado por la huelga de Relator y hoy un
guerrillero abatido—, a quien también el personaje se las hinchaba, Alfredo
Sánchez, Diego León Giraldo, el Monje Loco y yo facturamos un manifiesto
tórrido al alcalde de la ciudad, que apareció al otro día en la primera página
de El Espectador, donde hacíamos perentoria exigencia de que se retirara el
monumento a María —bajo el riesgo de ser dinamitado— y fuera reemplazado por el
busto de Brigitte Bardot. En el comentario de EL TIEMPO del día siguiente, lo
único que se nos criticaba era nuestro mal gusto, pues según el editorialista —tal
vez Eduardo Mendoza Varela—, el busto por el que deberíamos haber exigido
recambio era el de Marilyn Monroe.
Dos años
después, Gonzalo Arango tuvo la peregrina idea de convocar, durante uno de esos
Festivales de Arte que se inventaba Fanny Mikey, la Exposición Nacional del
Libro Inútil, en el Parque de La María. Ser enemigos de esa obra nos daba buenos
dividendos, Nos permitía elaborar bromas apaches a la virginidad, a la
castidad, a la enfermedad, al romanticismo y al pájaro negro dentro del paisaje
bucólico. Todos los poetas de la parroquia y de la nación fungían de defensores
a muerte de la historia de Jorge Isaacs. La juventud en cambio comenzaba a
deshipotecarse de semejante influencia. Todo el mundo llegó al parque con
carretadas de libros, especialmente sus propios autores. Otros llevaban los
libros de sus enemigos. Algunos escritores del cartel mariano escondidos tras
los árboles, con Velasco Madriñán, el autor de El caballero de las lágrimas,
mandaban espías a averiguar si alguna de sus obras había sido “colgada”. Cuando
les llegaba la noticia de que sí, salían de sus escondites y se sumaban al
jolgorio.
Con los
libros de Gonzalo Arango hacían los pájaros nidos. Pero el libro que barría por
su reiterada presencia era María, colgada por los estudiantes condenados a
leerla. Entonces Gonzalo pronunció su detonante discurso, que sólo Hernando Giraldo
tuvo la osadía de reproducir en su Columna Libre. En medio del éxtasis, algunos
chistosos quemaron sobre las cabezas de Efraín y María ejemplares de EL TIEMPO
y El Espectador. Y nosotros, que siempre gozamos de tan buena prensa, nos vimos
condenados al ostracismo. Esa noche hice un nuevo intento por leer a María.
Imposible. Tenía a mente llena con Justine y a Juliette, del Marques de Sade.
“El contragolpe no se hizo esperar —hace hoy 52
años—, a través la palabra cascada y sacrosanta del poeta de Piedra y Cielo y
de “Teresa en cuyo c... el cielo empieza”, abanderado de las causas que
tuvieran que ver con el idioma de Castilla y con la poesía prístina. Aunque
poco dado al panfleto, Eduardo Carranza se dejó venir con una catilinaria. Y
con inspirado acento en la á, exclamó ante las autoridades civiles,
eclesiásticas y militares: “Ah, yo desafió a los escritores nadaístas, y les
doy 50 años de plazo de aquí en adelante, a que escriban una obra mejor que
María, o si no que callen para siempre”.
Al otro día los periódicos, a pesar del veto,
titulaban a igual número de columnas: “Nadaísta Jotamario acepta el reto de
Carranza a los nadaístas, pero a muerte”. Y subtitulaban: “Qué él escoja las
armas, yo escojo el sitio: Hacienda de El Paraíso. 12 p.m. Domingo de
Resurrección”. Con Pablus Gallinazo, mi padrino, tomé clases de florete, con el
mayor Camargo tiro al pentágono. El domingo por la noche con toda la claque en
la hacienda. Hasta Pardo Llada me había mandado fotógrafo. Esperamos hasta las
5 de la mañana y en vista de que el retador retado no apareció, el doctor
Quintero procedió a declarar a Carranza técnicamente muerto, y como no hubo
cadáver qué lamentar ni qué levantar, procedimos a bañarnos en bola en el mismo
sitio donde lo hacía María en levantadora.
Esa misma
madrugada traté de echarle muela a María, pero fue inútil. Acababa de leer a
Lolita, de Nabokov. El pobre Eduardo no alcanzó a darse cuenta que terminó
ganando el envite. En 50 años, los nadaístas no logramos escribir una obra
mejor —ni peor— que María. Todos los que apostaron por don Jorge Ricardo
Isaacs, hijo de judío inglés y chocoana, ganaron, pero por ninguna parte los
encontramos para acreditarles la deuda.
El
penúltimo caso me sucedió hace unos veimticinco años, cuando recibí una llamada
del músico Luis Antonio Escobar, quien estaba interesado en montar una ópera
sobre María y consideraba que yo era el preciso para preparar el libreto. “¿Por
qué yo, maestro?”, le pregunté. “Porque usted no cree en ella, y eso es lo que
necesito. No hay nada que impida tanto trabajar como la veneración”. Me metí de
cabezas nuevamente en María, a pesar de que estaba leyendo la biografía de
Milena. Dos años después, cuando me dirigía a casa del maestro con el libreto,
leí en la cinta de un cortejo fúnebre que se dirigía a los Jardines de Paz el
nombre de Luis Antonio Escobar.
Y el
Miércoles Santo me llama el director de una revista de alta cultura, a
encargarme una memoria de mis relaciones con María, a partir de la
adolescencia. A ver si al fin recapacito y avalo con mi testimonio que se trata
de una de las historias de amor más hermosas del mundo. He aceptado, y me he
vuelto a tratar de sumergir en su lectura, a pesar de estar enfrascado en Anna
Livia Plurabelle. Es inútil. Me doy por vencido. No será esa la leyenda de amor
que hiele mis venas. Si se trata de héroes de amor de malas, y de adehala
vallecaucanos, me quedo con el Ricardito el Miserable, y con la novela de
espíritu nadaísta Que viva la música, de Andrés Caicedo, con la que dejamos a
Carranza con un palmo de narices”.
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* Hasta aquí la columna en EL PAÍS, Cali, Octubre 24, 2017
* Hasta aquí la columna en EL PAÍS, Cali, Octubre 24, 2017
http://www.elpais.com.co/opinion/columnistas/jotamario-arbelaez/maria-ahora-si-que-menos-1.html
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