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DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
TEXTO COMPLETO de lo publicado parcialmente en Página 12, Buenos Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015*
NTC ... agradece al entrevistado el aporte del texto completo,
enviado desde París, y la autorización para publicarlo
Nos
encontramos con el narrador colombiano Pablo Montoya, reciente ganador del
premio Rómulo Gallegos 2015, en el Jardín Botánico de la ciudad de Medellín
donde tiene lugar, desde hace varios años, la así llamada Fiesta (y no Feria) del Libro
y nunca mejor utilizada esa palabra ya que se tiene la sensación de ingresar a
un espacio festivo ligado a las delicias del campo. La feria ocupa toda la
extensión de dicho predio poblado de una vegetación frondosa: desde uno de los orquideoramas
más impresionantes del mundo, y los laureles y ceibas, hasta los típicos
guaduales que abigarran una arboleda firme e intensa en el verdor de sus
tupidas copas. Por momentos la contigüidad entre el libro y la flora tropical
nos recuerda la vieja consigna iluminista de que el arte y la cultura no puede
darle la espalda a la naturaleza, base de la educación estética del hombre como
bien lo había descripto Schiller a comienzos del siglo XIX. Esos libros allí, apilados
en los estands editoriales debajo de la techumbre frondosa de los árboles y al
lado de las orquídeas más impresionantes que uno pudiera imaginar, parecen
ofrecernos una bucólica letrada al menos por el tiempo que dura la visita. Como
si “la fiesta del libro” consistiera en retirarnos del “mundanal rüido” y acercar
la lectura a la contemplación de la naturaleza. Sin embargo, aun cuando estemos
en Colombia, este ámbito intervenido por la conjunción de la cultura y la
naturaleza, no es Macondo. No hay
realismo mágico, más bien se trata del desplazamiento a un jardín botánico que
remeda en miniatura a la selva, más próxima a La vorágine de José Eustasio Rivera que a la famosa ciudad de Cien años de soledad: prima más lo fantasmático
de la selva que lo maravilloso macondista. La presencia de la vegetación sugiere una suerte de Instalation que propone el viaje a la selva
en medio de la ciudad a buscar ya no caucho ni petróleo sino libros, otro
capital, otro tipo de apropiación de bienes simbólico, esos objetos impresos en
papel que todavía resiste, y con vigor, el avance digital.
En
este ámbito dialogamos con Pablo Montoya que acaba de participar en un acto a
propósito de la novela premiada, Tríptico
de la infamia, que narra la visión de tres pintores europeos del siglo XVI
(Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry) ante ese acontecimiento
sin parangones que fue la América recién descubierta y que provocó en estos
artistas el fervor de una incertidumbre hacia un territorio tan ignoto como
fascinante, al que intentan, por cierto, llevar al lienzo y a la cartografía. Y
sobre todo llevar a una textura que se pinta y se mapea con las líneas que
traza más el cincel del imaginario que el de la experiencia de lo real
fidedignamente corroborada. Es una novela que trabaja con la historia y la imaginación
y narra los avatares de la conquista de América en una prosa cuidada y
sumamente sugerente, que privilegia el peso de la lengua, de le mot just como quería Flaubert y, por
otro lado, fuertemente imbricada en los debates que giran en torno del trauma
de la conquista y sus acciones que no tardan en encontrar su punto extremo en
el exterminio. Montoya practica una novela histórica que no puede sino volver
su mirada al presente de la escritura: es una ficción que para referirse a su
actualidad necesita remontar el curso del pasado, de la tradición, de la
historia. No sigue el modelo de Carpentier, aun cuando es uno de los narradores
que más conoce ( en un momento de la charla cuenta que hizo su tesis doctoral de
literatura sobre las relaciones de la narrativa del escritor cubano y la
música) sino más bien construye un espacio literario en el que la función de la
Historia es potenciar la imaginación humana para hacer entrever, entre sus
nebulosas, al sujeto moderno. En Carpentier la narración expande el
acontecimiento histórico: es, de algún modo, su prolongación, un terreno
anexado a esa verdad incontrastable y verificable en los pliegues del archivo; en
cambio, a Montoya le interesa, más bien, captar ese embrión pujante y vital que
es el desarrollo de la subjetividad moderna que anida en su interior atravesado de acontecimientos: todos los personajes
de su novelística resultan contemporáneos nuestros, así se trate del poeta
latino Ovidio desterrado en los primeros años de nuestra era a los confines del
Imperio Romano, en donde muere sin regresar jamás a Roma, la ciudad amada. Todo
esto significa, de algún modo, que el uso del anacronismo provee, a la manera
borgeana, del desfasaje necesario para sentir el latido de lo humano, esa
persistencia extraña pero reconocible sobre la superficie de lo que llamamos
Historia: ese latido es la voz, la voz humana. Este es el gran tema y, también,
la gran obsesión de la narrativa de
Montoya: a juzgar por las cuatro novelas escritas hasta el presente --y sin
dejar de lado muchos de sus cuentos o relatos breves-- el eje de sus ficciones es darle voz a
sujetos que existieron como el poeta Ovidio, el botánico Caldas, los pintores
ya mencionados del siglo XVI y sobre todo hacer de esa voz histórica y
ficcional al mismo tiempo una caja de resonancia de lo humano, filosóficamente
hablando, mediante la cual se muestra el modo sutil y fundamentalmente sensible
de reconstruir el andamiaje de la subjetividad humana a lo largo de diversos
momentos de la historia y no precisamente para reponer su humanismo sino, por
el contrario, para dejar ver sus más cruentas y horrorosas barbaries. Sin
embargo, lo que la invención de estas voces pondría de relieve es la flagrante
contradicción que atraviesa desde siempre la condición humana: su capacidad de
destrucción y aniquilamiento y el tesón imponderable por comenzar a reconstruir
desde las ruinas. La ficción de Montoya presta la voz a la contrahechura del
humanismo, como si todo relato comenzara en un acto de barbarie: se escribe para
dejar constancia de las falencias de la civilización. Sin poder apartarse de la
Historia, sus ficciones parecen borrar la mayúscula del concepto, ya que no
dejan de captar la dimensión diminuta, detallista, casi superflua de aquélla.
De este modo, el efecto de lo histórico reside en la capacidad de una voz para
volverse sujeto de la historia.
[1] El premio Rómulo Gallegos fue otorgado por la novela Tríptico de la
infamia
--de la que vamos a hablar en un rato con seguridad-- pero quería empezar preguntándote sobre los
diversos géneros: escribís poesía, tenés libros de cuentos, incursionás en el
ensayo literario no sólo referido a la literatura colombiana sino también, como
ocurre con Un Robinson cercano
dedicado exclusivamente a la literatura francesa. ¿Cómo se articulan estas
escrituras, hay una que monopoliza a las otras? ¿En este contexto, qué lugar le
otorgás a la novela?
Soy un escritor
fronterizo. Uno de entre varios que hace una literatura en la que los géneros
se difuminan. También suelo considerarme como un escritor des-generado. Mis
poemas en prosa de Viajeros (1999)
son minificciones. Mi novela Lejos de
Roma (2008) se lee como un extenso poema en prosa. Algunos de mis cuentos y
novelas le apuestan a la reflexión ensayística. Considerando que la poesía es
el motor de mi escritura, me siento un heredero del modernismo y creo que, por
encima de otros aspectos, lo más interesante de una obra es su apuesta
estilística. Acaso sea Baudelaire, en Europa, el referente con el que siento
más identificado. En el caso latinoamericano es Borges en quien me recuesto a
la hora de escribir algunos de mis poemas en prosa. Un libro como Cuaderno de París (2007), que es también
un largo poema dedicado a la París de finales del siglo XX que viví, pero que
está conformado por 50 prosas, es un guiño, en clave contemporánea, al Spleen de París del escritor francés.
La verdad es que empecé a escribir poemas cuando era adolescente, luego pasé al
cuento y más tarde al ensayo, y a la novela llegué un poco tarde. Esto lo hice
porque la novela es un género que exige tiempo y dedicación, y porque la veo
como una prueba para escritores maduros. La novela es el género que, por su
extensión y sus ambiciones, reúne en su seno toda suerte de inquietudes
literarias. Especie de grande y maravillosa bodega, la novela permite que en
ella orbiten las mejores ideas, las más experimentales, las más audaces, las
más íntimas, las más decantadas de un escritor. En este sentido, y teniendo en
cuenta que mis dos últimas novelas (Los
derrotados (2012 y Tríptico de la
infamia (2014)) se afincan en estos supuestos, pienso que es la narrativa
la que termina monopolizando mi escritura, pero sin desconocer que ella está
insuflada por la poesía.
[2]Acabás de afirmar que te sentís heredero del
Modernismo y que, por debajo de la novela, el motor de la escritura es la
poesía, ¿estas dos coordenadas Modernismo y Poesía serían una suerte de defensa
de la autonomía del arte? Además el hecho de que hayas mencionado a Borges como
un escritor faro parece confirmar esta concepción de la literatura que va más
allá del color local en su necesidad de expandir la noción de literatura nacional
o regional hacia un territorio más universal. Se trata claramente de un
“desvío”del lugar común de considerar la literatura colombiana exclusivamente
como narcoliteratura o literatura de la violencia.
Uno de los mayores
logros del Modernismo es su apuesta por la autonomía del arte y, en este sentido,
su defensa del valor estético. Los modernistas poseen un rasgo fundamental que yo
sigo sin hesitaciones: su preocupación por una escritura poética que es, a la
vez, consciente de una particular búsqueda de la belleza. Esta empresa, cuyo
objetivo fue la necesaria secularización del arte, se hizo en un contexto
excesivamente nacionalista, y se vio
como una posición escapista. Se creía a la sazón que los modernistas desdeñaban
los contornos de la identidad americana. Pero, en realidad, no la
menospreciaron sino que la estaban ampliando de modo inquietante. Luego esa actitud
reaccionaria ante las aventuras del cosmopolitismo cambió un poco, y las
tendencias nativistas abrieron sus puertas a esas propuestas de un lenguaje
poético. La Vorágine, verbigracia, es
una de esas novelas que muestran cómo se amaridaron en la segunda década del
siglo XX preocupaciones poéticas de índole modernista con las de tipo regional.
Ahora bien, las nuevas tendencias de la literatura colombiana, país muy
golpeado, social y literariamente, por las diversas formas de la violencia –se
habla de una narrativa de la sicaresca, de una narcoliteratura o de una
paraliteratura, en el sentido no de lo paranormal sino del paramilitarismo- pueden
leerse como una extensión contemporánea de esa literatura regional. Y en cierta
medida en Colombia este tipo de literatura es tomada como un producto de las
letras locales. El gran problema, empero, es que casi toda esta literatura es
de muy mala calidad, y está permeada de principio a fin por demandas
comerciales. Yo sigo esperando la gran novela sobre todas esas formas de la
violencia colombiana. A excepción quizás de una muy buena novela como La virgen de los sicarios de Fernando
Vallejo, lo otro que se ha escrito hasta el momento me parece bastante menor.
Acaso tengamos que esperar un poco más para que, de todo este caos social por
el que ha atravesado la Colombia de las últimas décadas, salga una gran
literatura. De hecho, hubo que esperar más de sesenta años para que de la
guerra de los Mil Días (1899-1903) naciera una obra maestra como es Cien años de soledad de García
Márquez.
[3] En una tradición tan prolífica en su riqueza y
variedad como es la narrativa colombiana desde la romántica María de Jorge Isaacs, la exquisita De
sobremesa la novela modernista de José
Asunción Silva y los cuentos y novelas realista-costumbristas pero
decididamente modernos de Tomás Carrasquilla para sólo nombrar a los narradores
fundadores de la novela contemporánea en Colombia, ¿qué significa escribir en
Colombia en relación a la tradición? ¿Se tiene en cuenta la tradición? Te lo
pregunto porque a veces se tiene la impresión equivocada de que García Márquez
surgió por generación espontánea. ¿Se parte de la tradición?
Al morir García
Márquez hubo voces, provenientes del mundo del periodismo, que dijeron que
antes de García Márquez la literatura colombiana era la patria boba. Un
comentario así no solo desconoce el rico y siempre interesante horizonte de la
narrativa colombiana, sino que piensa, equivocadamente, que la literatura de un
país solo es su narrativa. Antes de García Márquez no solo estuvieron los
narradores que citas, a los cuales habría que añadir el nombre de José Eustasio
Rivera cuya única novela sea acaso la más importante en toda la historia de la
literatura colombiana, sino que también estuvieron los poetas León de Greiff y
Aurelio Arturo, los ensayistas Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya y Fernando
González, por citar algunos nombres más. El otro error es seguir creyendo que
García Márquez es hijo de Faulkner y Hemingway y no ver que él, como cualquier
otro escritor de su época, está enraizado en
autores colombianos que le antecedieron y lo acompañaron. Creo que haría
mucho bien, para cuetionar esas ingenuas ideas de la generación espontánea,
releer a García Márquez con esas referencias que se llaman Tomás Carrasquilla,
Luis Carlos López, José Félix Fuenmayor, Jorge Zalamea, Hernando Téllez y los
poetas de la generación Piedra y Cielo.
Por otro lado, si es cierto que en Colombia ha predominado en la narrativa una
tradición regionalista, y que está bien enmarcada en el siglo XX con un Tomás
Carrasquilla que la inicia y un García Marquez que la culmina, hay otra menos
visible en la que yo me ubico. Esta tiene que ver, justamente, con la herencia
modernista latinoamericana y su preocupación por lo cosmopolita que en Borges,
como bien lo dices, llega a un punto de gran plenitud. Esto puede sonar extraño,
tal vez, en Argentina, país cuya literatura hace tiempos superó estas a veces pueriles
disyuntivas entre localismo y universalismo. Pero en Colombia, la patria del
realismo mágico y de otros realismos sucios, violentos y urbanos, esta
oposición sigue vigente. Mis novelas históricas, desde esta perspectiva, se abren
al mundo, pero no por una pose de exotismo pedante, sino porque los temas que
trato en ellas (el erotismo y la fotografía en La sed del ojo, el exilio en Lejos
de Roma, la relación entre pintura y violencia en Tríptico de la infamia) se avienen mejor a zonas
extraterritoriales, para utilizar un término caro a George Steiner. Por lo
tanto, escribir en la Colombia de hoy ha significado para mí ir a
contracorriente de esa tradición que desde las Homilías de Tomás Carrasquilla, en donde se ataca al modernismo a
principios del siglo XX, se ha impuesto en el país como una divisa a seguir.
Pero no hay que desconocer que continuar el modernismo es alimentarse de una
tradición latinoamericana que ha gozado siempre, desde José Martí y Rubén Darío
hasta Manuel Mujica Lainez y Álvaro Mutis, de una espléndida calidad
literaria.
[4] Hay un perfil de narrador en Colombia, en la estela de
García Márquez, que es aquel que se ha formado en el periodismo, un ámbito nada
despreciable a juzgar por tantos escritores que han tenido en la prensa parte
sustancial de su formación. Pero convengamos que hay narradores a quienes se
les nota demasiado el oficio de escribir columnas en el periódico, un aspecto
que, magistralmente, el autor de Cien años de soledad no trasfería a su prosa de ficción. Sin embargo, tu narrativa no sólo
no está ligada al periodismo sino que parece oponerse a la idea de hacer surgir
una literatura de las columnas del diario, tan acendrada en las últimas décadas
del siglo XX y principios del XXI en el campo intelectual colombiano.
Si me pidieras una
breve nota biográfica, te diría que soy escritor y profesor universitario, que
nunca he publicado en Gatopardo, ni en Soho, ni en Zócalo, y que jamás he
escrito columnas en diarios. Un perfil así, por supuesto, espantaría a
cualquier promotor, o agente de la nueva literatura latinoamericana. Los
escritores periodistas se han apoderado no solo de la revistas periodísticas,
lo cual es normal, sino de las revistas literarias, de las editoriales, de los
concursos literarios, de las ferias del libro, de las becas que se ofrecen aquí
y allá. Y esto suscita las sospechas que, al menos en mi caso, despierta todo
poder cultural entronizado. Y también representa un peligro porque, y esto lo
hemos visto con claridad en los últimos años, la literatura, y particularmente
la narrativa, ha llegado a empobrecerse de una forma alarmante. García Márquez,
en Colombia sobre todo, es el símbolo supremo de esta nueva narrativa
periodística. Un poco debido a que él creyó en las virtudes de ese tipo de
literatura y otro poco porque destinó una buena parte de su fortuna a apoyarla.
Pero su obra, como bien lo dices, o al menos la más notable (piénsese por
ejemplo en El coronel no tiene quien le
escriba, Cien años de soledad o El
otoño del patriarca), no está penetrada por las fórmulas de esa narrativa
periodística que es, en su mayor parte, plana estilísticamente y amiga del
espectáculo y el consumo. En lo que
respecta a mi obra nada tiene que ver con el periodismo narrativo en boga. Mis
fuentes de escritura son la poesía, el ensayo, la historia, la música, la
pintura, la fotografía y los viajes. Mis libros, finalmente, buscan un lector,
y no, como en una buena parte de la literatura de la que hablamos, un
comprador.
[5]Las relaciones entre literatura y periodismo
tienen, sin embargo, en el marco de la traidición literaria latinoamericana un
momento de eclosión, de estallido fundamental precisamente en el Modernismo con
figuras como Rubén Darío, José Martí, Enrique Gómez Carrillo entre otros. Pero
también en ese grupo básicamente heterogéneo, hay escritores modernistas, como
el poeta cubano Julián del Casal, que conciben el periodismo como una
refracción de lo literario, inconciliable con el espacio literario. ¿Es esta tu
posición o estás aludiendo más bien a una vertiente muy particular de la
literatura colombiana en sus relaciones con el periodismo?
Una cosa es cuando
el escritor, ya formado, va a los formatos periodísticos. Y otra cuando ocurre
lo contrario. En el primer caso surgen los grandes momentos del periodismo
literario. El caso de José Martí y sus notas escritas desde Nueva York entre
1881 y 1892 es llamativo y fue aleccionante para las generaciones de después. Todos
los grandes narradores que hicieron periodismo, desde Miguel Ángel Asturias y
Alejo Carpentier hasta García Márquez y Vargas Llosa, vienen directamente del
trabajo portentoso de Martí. Notas escritas por un poeta, por un hombre con una
dimensión literaria extraordinaria. Creo que fue Pedro Henríquez Ureña quien
dijo que estas notas martianas representan el momento inicial y al mismo tiempo
el más alto del periodismo literario en América Latina. Y la verdad es que
siempre que las leo me convenzo de que el gran Martí no es el ensayista de
Nuestra América, tan publicitado por los ideólogos revolucionarios, sino este
escritor ya maduro que se dedicó a escribir notas para los diarios de su época.
Sin duda, la noción de Casal es atractiva y me atrevería a pensar que es útil a
la hora de examinar muchos de los autores de hoy. Con todo, el tema es espinoso.
Es usual escuchar, por ejemplo, que para muchos de estos escritores la columna
periodística, es decir la columna de opinión, es una forma breve del ensayo.
Puede ser y hay casos que lo ameritan, pero tampoco hay que olvidar que muchos
columnistas de hoy son narcisos y arrogantes hasta lo insoportable, y que ese
ejercicio diario o semanal de la columna, por el afán y la inmediatez que él
significa, casi siempre atenta contra el exigente género ensayístico. Y como
para atizar más la polémica, se acaba de otorgar el premio nobel de literatura
a una autora, Svetlana Alexievich, cuya obra principal está hecha de elementos
periodísticos. Cuando leí El fin del
hombre rojo, que es un libro de testimonios sobre la caída del comunismo en
la Unión Soviética, y al leerlo como un libro de ensayo, así se publicitó en la
edición francesa que compré, siempre estaba concluyendo que esa escritura
estaba distante del gran ensayo y que la atravesaba de pies a cabeza herramientas
discursivas propiamente periodísticas. Por supuesto, los libros de Svetlana son
valientes y conmovedores, pero son libros, a mi juicio, más periodísticos que
literarios.
[6] Es evidente que tus cuatro novelas establecen una
relación estrecha con la Historia. Incluso muchas de ellas son directamente
concebidas como novelas históricas. Por orden de aparición, La sed del ojo, tu primera novela, que está agotada --a propósito está a punto de salir en una
editorial independiente, Puente Aéreo, de Mar del Plata, en Argentina-- trata de la relación entre un fotógrafo y la
desnudez a partir de la pornografía del París del s. XIX; Lejos de Roma narra los últimos años del
poeta latino Ovidio en su destierro en los confines del Imperio Romano donde
muere sin nunca regresar; Los derrotados
aborda la figura del sabio y militar Francisco José de Caldas, uno de los
próceres colombianos, si bien la novela desplaza al militar en pro del botánico
y en ese gesto se juega la inscripción que le otorgás en la ficción; y por
último Tríptico de la infamia se
sitúa en el siglo XVI y cuenta la relación entre Europa y América. ¿Cómo pensás
la Historia en relación a la ficción? Es un telón de fondo que hace posible la
narración? Conjeturo que es algo más y que tus novelas ponen una lupa en
algunos puntos que se le escapa a la gran historia, como si estuvieras más
cerca de la microhistoria con sus matices y detalles. El relato de los grabados
de Las Casas en Tríptico abonaría la
idea de que lo que importa de la Historia es, sobre todo, los detalles que
acompañan a los grandes acontecimientos.
Juan José Saer,
escritor que aprecio mucho, detestaba la noción de novela histórica. Sus
razones son respetables y consideran la novela como lo que es: un objeto
literario y nada más. Estoy de acuerdo con él. La novela histórica, y así
debería leerse, es ante todo un libro de ficción. Pero también contrarío a Saer
y enseño en mis cursos de literatura su novela El entenado como un caso singular, digamos anómalo, de novela
histórica. Si Saer lo supiera me levantaría, malgeniado, los hombros. De hecho,
en Tríptico de la infamia hay un
capítulo que dialoga con El entenado, a
mi juicio una de las más inquietantes novelas históricas que se han escrito. Y
te menciono esto porque el guiño intertextual, sea este de tipo literario o de
tipo visual, es uno de los pilares de mi novelística. Es, por lo demás, una de
las formas de actualizar ese ayer visitado. Mi Ovidio en Lejos de Roma ha leído a Kafka, a Camus, a Saint-John Perse. El
Caldas de Los derrotados cita en su
diario botánico La inteligencia de la
flores de Maurice Maeterlinck o algunos versos de Eugenio Montejo. Y uno de
los pintores protestantes de Tríptico de
la infamia, el que viaja a América, tiene una comprensión de las pinturas
corporales de los nativos americanos que remite sin duda a Lévi-Strauss. En
esta aventura de reinventar el pasado, un pasado por lo demás no oficial o al
menos no muy visible en la aproximación que hacemos de él, me parece crucial no
olvidar desde qué lugar escribo. Siempre me he considerado un escritor que
escribe desde la periferia. Es decir, no solo desde ese espacio mental
excéntrico que presupone escribir toda literatura, sino también desde lo que
significa escribir en coordenadas ajenas a cualquier poder cultural. Por ello,
por esta condición marginal que reclamo siempre a la hora del acto de la
escritura, por creer que toda escritura literaria debe fundarse en la
disidencia y en la rebeldía, es que me interesan las vidas ocultas que he
recreado en mis novelas. El caso de Tríptico
de la infamia es el más ostensible. Tres pintores, menores en el panorama
de la gran pintura renacentista flamenca y francesa del siglo XVI, que intento
rescatar. Vidas olvidadas, mínimamente registradas en la historia del arte y
completamente invisivilizadas en la literatura. Esta oscuridad espectral es lo
que más me estimuló a la hora de ponerme a rastrear sus existencias. En estos
casos, cuando hay vacíos tan grandes, y en tal sentido me sé un discípulo de
Marcel Schwob, la imaginación literaria debe llenar de la mejor manera esos
vacíos. Y no hay que olvidar la perspectiva pictórica que se utiliza en Tríptico de la infamia. Mi objetivo, y
mi entusiasmo también a la hora de estar escribiendo esta novela, residió en
que me acerqué a la historia de las guerras de religión en Francia y a la
conquista de América desde una óptica eminentemente visual. Que yo sepa, nunca
antes en la novela histórica latinoamericana se le habían abierto las puertas
para que ingresaran, no los típicos guerreros y misioneros de rigor, sino tres
pintores más o menos brumosos que padecen la persecución y el exilio y buscan,
en medio de las turbulencias sociales, la escurridiza belleza.
[7] Leyendo tus
novelas en la estela de tu escritura poética (el uso frecuente que hacés del
poema en prosa, los patrones musicales que escanden la prosa, el talante
sintáctico de la conformación de la frase, el ritmo de la prosa en el corazón
de la narrativa), es evidente un trabajo esmerado con la lengua en la
construcción de la voz narrativa, un rasgo que, según nuestro criterio,
compartís con Fernando Vallejo aun cuando se trate de dos literaturas muy
distintas (muy distantes entre sí). Este “cuidado de sí” de la lengua tan
visible en uno y en otro pertenece a la tradición colombiana de la lengua y sus
academias. ¿Estás a gusto en esta
inscripción o intentás salir de esa vertiente tan acendrada de la tradición
literaria nacional?
El narrador único
de la obra de Fernando Vallejo se considera el último gramático que ha quedado
de ese triste y criminal país llamado Colombia. Y por ser gramático esta obra
tiene el sello de la excelencia estilística. Pero, al mismo tiempo, se erige
como una obra surcada de perfiles agresivamente conservadores. Y es que de esas
características han sido siempre los “grandes” gramáticos colombianos del siglo
XIX, desde Miguel Antonio Cano y Rufino José Cuervo hasta el propio Vallejo.
Notables escritores desde el punto de vista de ese “cuidado de sí”, pero retrógrados
inevitablemente. Por un tiempo leí con interés a Fernando Vallejo y escribí
sobre sus contornos reaccionarios, a pesar de que ese autor o su personaje ficcional
nos quieran hacer creer que son herederos de Voltaire y el liberalismo de la
Ilustración. Luego dejé de leerlo porque la obra de Vallejo está basada en el
tema con variaciones y ese tema y sus variaciones, en los útimos lilbros, ya no
tienen la gracia de las primeras obras. Creo que el último Vallejo es un autor
cansado y repetitivo que ya no tiene nada interesante para contar. Al principio
fue un autor rebelde, fresco, muy necesario para la literatura colombiana, pero
cuando sus libros y él mismo se volvieron más figuraciones públicas y asuntos
de espectáculo que otra cosa, Vallejo se volvió una parte inofensiva y
ornamental de la esa misma sociedad de consumo. Yo lo lamento mucho, por
supuesto. Porque hay libros fascinantes de este escritor y que a mí me parecen
momentos altos de la literatura escrita en los últimos años en Colombia. He leído
y releído sus primeras novelas, en especial su entrañable Los días azules, y encomio su biografía sobre Porfirio Barba Jacob
y algunas de sus peroratas me parecen radiantes de rabia y protesta. Ahora
bien, en lo que tiene que ver con mi escritura, agradezco mucho tus palabras
ante al cuidado de una escritura que yo siempre he tratado de abordar desde el
aliento poético. Sin embargo, no creo que le deba mucho a la academia
colombiana. Y esos gramáticos del pasado, simplemente cuando los abordo, por
razones investigativas, me ponen literalmente la carne de gallina. Considero
que toda esa literatura conservadora, pregonadora de decencias morales y que se
creyó magnánima en su tiempo, hay que leerla con guantes, con pinzas, con
máscaras y llenos de sospecha. Pues no se olvide que esos gramáticos, esos
escritores tan preocupados por la buena escritura, incidieron siniestramente,
en tanto que fueron hombres políticos, en la conformación ideológica de esa
Colombia intolerante, racista, expoliadora, elitista, ultracatólica y guerrera
de la cual no hemos podido salir todavía.
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* DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
Página 12, Buenos
Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015
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