* Se actualiza periódicamente. Junio 26, 2012
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"Las extrañas obras de la órbita K"
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Por Julio César Londoño
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Páginas 14 a 17
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Las extrañas obras de la
orbita k
SIGUIENDO
UNA TRAYECTORIA DE ECUACION DESCONOCIDA,
WAKEFIELD, BARTLEBY EL ESCRIBIENTE Y LA PALOMA
ORBITAN EN TORNO A L A OBRA DE KAFKA.
WAKEFIELD, BARTLEBY EL ESCRIBIENTE Y LA PALOMA
ORBITAN EN TORNO A L A OBRA DE KAFKA.
Al igual que la historia de la política, la de las letras está llena
de cámaras y pasadizos secretos. De dúos paradójicos. Un ejemplo: Omar kayam,
un poeta y matemático persa del siglo XI cuya biografía parece una fábula de la
princesa Sheherezada, que cantó al vino y compuso desenfadados reproches a la
brevedad de la vida, que opuso la certeza del instante a las incertidumbres de
la muerte y los nirvanas, es conocido en Occidente gracias a los desvelos de
Edward Fitzgerald, un aplicado hombre de letras de la Inglaterra victoriana.
Otro ejemplo: un túnel aún no exhumado comunica a través del tiempo y la
geografía el palacio de Kublai Khan con un sueño, que luego fue poema, de
Samuel Coleridge, que describió el palacio sin conocerlo. Aquí me ocuparé de un
tercer caso: trataré de hallar la fórmula de la curva de ecuación desconocida une
a Franz Kafka con Patrick Süskind, Herman Melville y Nathaniel Hawthorne.
En oposición a la literatura
de peripecias, poblada por personajes lógicos que obedecen a argumentos
definidos, estos autores escribieron historias en las que no pasa nada –y lo
poco que sucede es absurdo– y sus excéntricos personajes erran extraviados en
círculos exasperantes.
Nathaniel Hawthorne, un
escritor norteamericano de estilo romántico y credo puritano, leyó alguna vez
una curiosa noticia en un periódico y el hecho le inspiró Wakefield (Salem, 1837), un
cuento que no se parecía a nada de lo que se había escrito hasta entonces ni,
lo que es más extraño, al resto de su obra. Es la historia de un hombre
pulcrísimo que un día le comunica a su mujer que debe hacer un viaje que
lo retendrá una semana o más. A pesar de
lo inusual del asunto, el hombre no explica las razones del viaje. Su mujer,
que lo sabe aficionado a secretos inofensivos, tampoco se las pregunta. El
hombre se despide y sale. No tiene un plan ni ideas preconcebidas. El viaje no
existe. Quizá sólo busca que su esposa lo extrañe y sufra un poco; no mucho. La
quiere y es, ya dijimos, un hombre bueno. Sale, pues, compra una peluca, alquila una habitación a la vuelta de
la casa y allí queda atrapado, postergando siempre, por razones que él mismo no
puede explicar, su regreso a casa. Así pasan 2O años de dudas y añoranzas. La
mujer enferma. El hombre se entera y sufre. "¡Wakefield, Wakefield, estás
loco!", se dice. Una tarde sale a dar un paseo y en el camino lo sorprende
la tormenta. Sin pensarlo ha ido a parar frente a su casa. Hace frío. Por la
ventana se ve el fuego del hogar. Sube las escaleras y entra. "Su rostro
que era vulgar ahora es extraordinario".
Poco después un hombre que
conoció a Hawthorne, Herman Melville, escribió Bartleby, el escribiente (1853), un cuento que sólo tenía dos
antecedentes en la historia de la literatura, Mardi, una extraña novela suya publicada en 1849, y Wakefield.
No hay que esperar mucho del
hecho de que Hawthorne y Melville se hayan conocido; no es éste el puente que
une estas dos islas de la literatura. Que se sepa, nunca tramaron una
revolución de la narrativa ni incurrieron en manifiestos estéticos. En los
comentarios de Melville a la obra de Hawthorne, como en los de Poe, no se
menciona a Wakefield. Y Hawthorne,
por su parte, no menciona a Melville siguiendo la tradición que quiere que un
viejo no cite a un joven. Ninguno menciona la rareza de Wakefield y Bartleby. Pasaron
sin verla junto a la revelación o, lo que es más probable, eran tan grandes que
ninguna hazaña podía impresionarlos, y las suyas menos que ninguna. Quizá ver y
ejecutar hazañas les resultaba cotidiano.
Bartleby es un hombre tan gris
para los que lo rodean como Wakefield, y tan demencial, pero mucho más enigmático;
es el personaje literario del que menos sabemos. Ignoramos su pasado y hasta su
presente. No se sabe quién era ni de dónde venía ni qué pensaba. Sólo se sabe
que apareció un día en la oficina de un abogado y pasó a formar parte de su
equipo de copistas, oficio que desempeñó con eficiencia hasta la mañana en que
se negó a copiar una línea más, a explicar su conducta, a hablar, a atacar, a
defenderse, a abandonar la oficina y finalmente a vivir, mientras su jefe
ensayaba en vano el diálogo, la fuerza, el grito y la policía, debatiéndose
entre la cólera y la piedad. Es una obra tan moderna que parece haber sido
escrita hoy.
En 1987 un original narrador
alemán, Patrick Süskind, escribió La
paloma. A las incertidumbres cosmológicas de la poesía mágica o religiosa
del alba de la civilización, a los mitos y las hordas y los ejércitos de los
antiguos, a los dragones y los demonios del Medioevo, a las preocupaciones
éticas y los afanes políticos de los modernos, al Yo y a los enemigos intergalácticos de los contemporáneos, Süskind
opone una paloma. Este es el monstruo que debe enfrentar su héroe, Jonathan
Noel, la mañana que abre la puerta de su habitación y descubre que desde el
piso ella lo mira de perfil, con un ojito sin mirada, "como un botón
cosido al plumaje de la cabeza, con dos párpados como labios de goma que de
cuando en cuando se lo tragan; sin pestañas, sin cejas, pero exacto como el
diafragma de una cámara fotográfica". Aterrado, Jonathan cierra con un
portazo, hunde el botón de seguridad, trastabilla hasta la cama y se sienta en
el borde con el corazón en la mano y la frente bañada en sudor. Piensa en no
volver a salir; quedarse allí para siempre; pero recuerda que tiene que ir a
trabajar. A pesar de que hace un hermoso día se arma de guantes, gabán,
paraguas y botas de piel, y sale raudo sin mirar el sitio temible presa de gran
agitación. Ese día comete algunos errores en su trabajo –Jonathan es celador de
banco–, tiembla al pensar en su futuro, en la habitación comprada con los
ahorros de toda una vida y ahora en garras del ave, almuerza en un parque,
cruzan por su mente soluciones desesperadas, duda del sentido de la vida y del
valor del trabajo hasta que la contemplación de un mendigo que hace sus
necesidades en plena calle lo asquea y lo persuade de que el sacrificio del
trabajo tiene al menos un sentido: disponer de un sitio adecuado para hacer
ciertas cosas con dignidad. Esa noche duerme en un hotel y a la mañana
siguiente regresa, temblando, a su pieza. Así resumida, la historia puede parecer
un chiste. Este libro, como los otros aquí reseñados, no se pueden contar
porque casi no tienen argumento y toda su fuerza reside en la manera como son
narrados.
Todas estas obras pertenecen a
la “literatura del absurdo”. Kafka es el autor paradigmático de este subgénero
porque en sus libros el absurdo alcanza, a pesar de que el número de las
reiteraciones y las postergaciones rebasan con frecuencia el umbral de
paciencia del lector, niveles de irónica perfección. Si las tres obras citadas
aún acatan algunas convenciones del relato (todas tienen, por ejemplo,
principio, nudo y desenlace), Kafka es un francotirador que no respeta ninguna.
Incursionar en sus libros es como conducir en una ciudad desconocida y carente
de nomenclatura, con semáforos que nos hicieran guiños en siete colores, cuyos
transeúntes contestaran en pali a nuestras preguntas, y con calles atestadas de
mujeres hermosas y obscenas. Leyéndolo, el lector está tan desconcertado como
el hombre antiguo cuando le vinieron con la tremenda nueva de que la Tierra no
era plana sino esférica. Kafka enloqueció las brújulas al poner el nudo en
todas partes y la solución en ninguna.
"Bueno, ¿y cuál es el
problema? Por qué no simplemente arroja usted a la basura esos libros?",
nos dirá un lector práctico y soberbio, una de esas criaturas que ignoran la
duda y eligen sus lecturas con el sano criterio de la amenidad. Por desgracia, esta es una medida impracticable en
muchos casos y este es uno de ellos. Uno no puede arrojar un libro del autor de
La construcción de la muralla china porque
desde la primera página queda atrapado por esa prosa de frases límpidas e
inquietantes –así formen juntas un universo laberíntico, demencial y nada
ameno–. Si aguzamos un poco percibiremos un matiz sardónico en el tono austero
del narrador, como si por él hablara el oráculo de un dios moderno y urbano que
nos quisiera recordar el signo utópico de la justicia, y advertirnos de la
necedad de nuestros ceremoniales burocráticos.
Como ya lo ha señalado la
crítica, las constantes de estas obras son la iteración de las postergaciones,
la excentricidad de los comportamientos y las fisuras de nuestros aparentemente
sólidos y monolíticos engranajes sociales. Pero mientras que en Kafka las
postergaciones son infinitas –o así nos las hace sentir Kafka– en Hawthorne,
Melville y Süskind son numerosas pero mensurables. Las obras de estos tres
últimos tienen final, no así las de Kafka, y sus laberintos tienen salida, a
diferencia de las del checo. Si este hubiera escrito también las otras
historias –observó Jorge Luis Borges– Wakefield nunca hubiera conseguido volver
a su casa, ni Jonathan a la suya, y el jefe de Bartleby continuaría sufriendo
su mansa y obstinada respuesta: "Preferiría no hacerlo".
De aquí se desprende una
diferencia más grave. Mientras que en las obras del alemán y los
norteamericanos el lector asiste cómodamente arrellanado en su sillón a otra
función del absurdo, cuando lee a Kafka se percata, siempre demasiado tarde, de
que ha sufrido una metamorfosis, que ahora gira en círculos vertiginosos como
sus personajes, que cierra, abre y vuelve a cerrar el libro, que lo arroja y lo
recoge, que ya lo pondera y ya lo denosta, que está frente a él como el abogado
frente a Bartleby: no puede soportarlo ni deshacerse de él. Luego irá notando
con aprehensión que el universo kafkiano –ilógico, obsesivo, fantástico,
sórdido y mediocre– es asombrosamente parecido a la realidad; y se preguntará,
consternado, si esos destellos de luz, orden y dignidad que a veces rasgan las
tinieblas son sólo ilusiones proyectadas por titánicos esfuerzos de voluntad,
por fervorosos actos de fe. Dudará de que el universo tenga un plan
trascendente –incluso de que tenga alguno–; lucharán en su espíritu el fantasma
de la entropía y la fe en la civilización; de la pesadilla del Big Crunch lo despertará la voz tremenda
que anuncia la doctrina del Eterno Retorno, y maldecirá su despertar. Entonces
cifrará la última esperanza en la piadosa posibilidad de que el libreto cósmico
esté más influido por la escuela norteamericana que por la checa.
Hojeando estudios sobre estas
obras noto que varios comentaristas coinciden en calificarlas de desesperanzadas. Aunque no es un punto
importante, ni sea misión de los escritores sembrar esperanzas en los corazones de los lectores, tengo que
disentir. Claro que no son obras propiamente festivas pero tienen tal
virtuosismo formal, originalidad, humor, inteligencia y una suerte de oscura
belleza, que el resultado está más cerca de la felicidad que de la desesperanza.
Sólo hay literatura desesperanzada cuando confluyen el pesimismo del fondo y la
torpeza de la forma. Si los asuntos tristes se cantan con poesía, ésta obra como
un antídoto de los pesares (por esto es que, hablando en rigor, la elegía no
existe. Por esto es que la lectura de Coplas
a la muerte de mi padre no nos aflige a pesar de su severidad).
Y hay autores semidivinos. Son
hombres –llamémoslos así– que un día resuelven fustigar a la humanidad y
sacudir el planeta para que, abandonando la poltrona de la costumbre y la
certeza, volvamos a asombrarnos y a dudar. Pero lo hacen de bella manera para
susurrarnos, en clave, que a pesar de todo la vida encierra un sentido y que
es deber nuestro dignificarla encontrándolo... o inventándolo.
Así hablan los trágicos y los
semidivinos. Y la naturaleza. Por eso hay belleza en la tormenta, y algo
sublime en el dolor.
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Julio César Londoño (Palmira, 1953). Es autor, entre otros libros de ¿Por qué las moscas no van a cine? y Proyecto piel.
Su página en el CVI: AQUÍ.
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Julio César Londoño (Palmira, 1953). Es autor, entre otros libros de ¿Por qué las moscas no van a cine? y Proyecto piel.
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