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y difunde: NTC
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* Se actualiza periódicamente. Julio 16, 2012
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Viene de:
La vida secreta de los perros infieles. Fernando Cruz Kronfly. Presentación en Cali. Junio29, 2012.
Allí, entre otros cubrimientos, este texto completo en video.
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LOS CANDADOS DEL AMOR
Por Fernando Cruz Kronfly
Profesor titular de la Universidad del Valle.
Texto leído por el autor de “La vida secreta de los perros infieles”,
Fernando Cruz Kronfly, durante el acto de presentación de la novela en Santiago
de Cali, Colombia, el 29 de junio de 2012. NTC ... agradece al autor el texto y la autorización para publicarlo. Fotografía (Jun. 29, 2012) : María Isabel Casas
R. , de NTC
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No es fácil escribir sobre la infidelidad en el amor sin que se levante
la sospecha de la autobiografía. Pero la literatura en serio no es para exponer
ante el público la vida íntima de nadie, sino para conmover estéticamente y
hacer pensar. El mejor recurso para superar esta desgracia interpretativa es
darle a la infidelidad la importancia conceptual que se merece y hablar en
nombre de toda la humanidad. De esta manera todos quedamos cubiertos por la
presunción de la inocencia. Por lo tanto, pido a ustedes disculpar por
anticipado la ligera carga teórica a la que me veo obligado, bajo la promesa
compensatoria de ser breve.
Los científicos humanos (antropólogos, psicólogos, etólogos y hasta
lingüistas) demuestran que la humana es la única especie animal que ya no
pertenece a la órbita de la pura naturaleza en cuanto somos doble naturaleza:
biología y cultura. A esta ruptura con la naturaleza pura debemos nuestra
humanidad. Cyrulnik resuelve esta fragmentación mediante una fórmula
inquietante: somos 100% naturaleza, dice, pero también 100% cultura adquirida.
Lèvi-Strauss denomina a la cultura nuestra segunda naturaleza. La oposición
entre estos dos mundos –naturaleza/cultura-,
instaura la dimensión trágica de la existencia humana, umbral del gran
salto evolutivo. La infidelidad en el amor se instala en el corazón de este
conflicto.
La naturaleza en los animales actúa mediante instintos. En los seres
humanos, la naturaleza se expresa como pulsión y deseo reprimidos. No es el
momento de entrar a desarrollar esta diferenciación, que es sustancial. Dejémoslo por ahora así. En los
instintos animales no interviene ninguna Ley de cultura normativa
reglamentaria. En el mundo humano los viejos instintos ahora convertidos en
deseo y pulsión, han quedado atrapados en las coordenadas de la cultura
normativa que reprime, reglamenta y orienta su ejercicio de un modo socialmente
permisible. Denominaremos “candados” y “enmallados de contención” a estos
dispositivos culturales que reprimen y reglamentan el ejercicio de los deseos.
Estos “candados” y “enmallados” culturales marcan el aparecimiento
mismo de la especie humana. Por lo tanto, son inevitables. Los primeros fueron
los tabúes y los imaginarios totémicos asociados para definir los marcos del
parentesco y la inhibición evitativa del deseo intramural. El más originario y
universal de todos los tabúes fue el
impuesto al deseo carnal. Se llamó tabú del incesto.
Lo anterior es parte sustancial de la dimensión trágica de la
existencia humana. Somos por tanto, de entrada, conflicto y tensión entre la
naturaleza que arrastramos y las normas del deber moral, la culpa y el
arrepentimiento consecuenciales. Somos miedo a la tentación, culpa por hacer lo
que más deseamos, terror al castigo, temblor, ansiedad, desasosiego. Somos
fractura, escisión interior. Somos “pecado” en marcha, naturaleza en busca de
oxígeno.
El deseo carnal, al que a partir de este momento nos referiremos con
énfasis, ya no tiene por finalidad principal la reproducción de la especie sino
el goce. Pienso no estar equivocado al decir que uno de los pocos que todavía
cree que el deseo carnal humano tiene por fin la reproducción es el señor
Ratzinger, más conocido por todos como Benedicto, jefe de media humanidad que
todos los días le desobedece.
La sexualidad humana, debemos insistir, tiene por fin casi único y
excluyente el goce. En la vida útil de un ser humano, la reproducción ocurre
hoy apenas una o dos veces, si acaso. La primera, quizás, con intención
deliberada y las otras casi siempre por error de cálculo. Pero, este, en fin,
no es el problema que aquí nos trae.
Lo que deseo enfatizar es que el deseo carnal humano, junto con la
pulsión agresiva que por ahora dejaremos de lado, es el que ha merecido más
fuertes “candados” y “enmallados” culturales y psíquicos, para someterlo. Con
el agravante de que se trata de la pulsión más liberada de su función natural.
El impulso carnal está, pues, repito, en el centro de la dimensión trágica de
la existencia humana. La literatura registra este hecho sin cesar. Que lo diga
Madame Bobary. Pero esto no significa, de ninguna manera, que este deseo de
goce haya desaparecido. Lo que significa es que ha quedado aplastado por
variopintos y diversos dispositivos normativos a lo largo de la historia de la
humanidad.
Vamos un poco más al detalle: la garantía de cumplimiento de los tabúes
y mandatos totémicos era la venganza de los espíritus. De ahí el horror a la
trasgresión, porque los espíritus demoníacos eran crueles y actuaban sin
consideración. Con posterioridad a los “candados” y “enmallados” totémicos y
tabúes, una vez aparecidos los dioses sobre la tierra para terminar de arrancar
a los seres humanos de la pura naturaleza, el deseo carnal quedó atrapado en el
dominio de los dioses y las burocracias clericales. A este “candado”, en el
ritual católico, para ser breve, se denominó sacramento de matrimonio. La
mitología griega, por su parte, inventó diosas furiosas que vengaban los actos
infieles y las transgresiones en contra de la paz del hogar y sus reglamentos.
Estas diosas iban por el mundo armadas de cuchillos y serpientes enredadas en
sus cabelleras y encima de todo eran mujeres. Imagínense ustedes el peligro, porque como diosas representaban el dolor gremial
de las mujeres “traicionadas”, lo sabían todo y se mantenían supremamente bien
informadas. Los hombres griegos le tenían terror a la venganza de las Erinias.
Las señoras Alecto, Megera y Tisífona.
Tenemos ya en este momento histórico, acumulados, dos “candados”
impuestos al deseo carnal: los tabúes ancestrales y el matrimonio convertido en sacramento, impuesto
por los dioses y administrado por sus lugartenientes en esta tierra cruzada de
tentaciones y de siembras de árboles insinuantes de manzanas del bien y del
mal. Tentaciones enemigas, dicho sea de paso, del proyecto de salvación de
estas pobres almas asustadas, sometidas a la encrucijada.
Por supuesto que sin “candados” y “enmallados” impuestos por la Ley de
cultura, el animal que somos no sería humano. Entre represión de los impulsos y
emergencia de la humanidad hay una relación ineludible, humanizante,
constituyente. Pero, precisamente por esto, trágica. Ulises huye de la paz
doméstica mientras Penélope permanece en casa tejiendo y destejiendo, a su
espera. Una joven hiper-moderna de nuestro tiempo, si acaso leyera a Homero, no
se vería representada en la metáfora de la mujer doméstica que teje y desteje a
la espera de su marido en viaje, como táctica para eludir el asedio de los
hombres que la pretenden. Ulises escucha el canto de las sirenas y se debe atar
al mástil de la embarcación para no sucumbir a los encantos. Y sufre, claro,
como sufren todos los seres humanos que, atados a los “candados” y
“enmallados”, deben someter sus deseos, domesticarlos, encadenarlos a las patas
de la cama en el hogar.
Pero prosigamos el curso de la historia. Pues, adicional al “candado”
del sacramento del matrimonio, el mundo moderno atrapó el deseo carnal en las
redes del contrato civil. Que es un “candado” adicional a los tres anteriores,
que por el hecho de haber nacido en la modernidad no eliminó los anteriores
sino que los subsumió.
A la larga, aquel mundo moderno se hizo “hiper” moderno en los tiempos
contemporáneos. La revolución femenina, expresada en justo reconocimiento de
las libertades, autonomías e igualdades de género, empezó a despedazar los
“candados” y los “enmallados” para volverlos relativos, efímeros, ligeros, de
ocasión. Todo lo contrario de vínculos sólidos hasta la muerte. Según el
lenguaje de Sygmunt Bauman, los vínculos sentimentales de los jóvenes ahora son
líquidos, evanescentes, pasajeros y en casi todos los casos tienen fecha de
vencimiento.
Vivimos la época “hiper” moderna en la que los tabúes, el sacramento de
efectos eternos y el contrato civil duradero han entrado en crisis. Esta crisis
se hace aún más intensa en un contexto hedonista de goce al día y a la carta,
de libertades y conversión del cuerpo en objeto estético que se ofrece a la
contemplación y al intercambio. El mundo se desnuda, se exhibe y se llena de
tentaciones abiertas. Los “candados” se abren, todos tenemos la llave y los
“enmallados” se rompen con sólo abrir el corazón para ponerlo a la deriva. La
fidelidad de la pareja tradicional entra en crisis. Y se impone la higiene del
sufrimiento, cada quien haciéndose “el loco”. Los “cachos” se vuelven
llevaderos y hasta decorativos. Surgen las relaciones abiertas, denominadas
“civilizadas”. Relaciones “ojo por ojo, diente por diente”. Porque, guerra es
guerra. Suena la música y la fiesta se enciende.
Pero, no por esta “tolerancia abierta” de todos contra todos la
sensación de “traición” o de “engaño” desaparece. Extrañamente, la palabra
“traición” sigue adherida al higiénico lenguaje hiper-moderno, a pesar del
reconocimiento mutuo de las autonomías y las libertades a ultranza. Parecería
un contrasentido. Por la misma razón tampoco desaparece de la escena el dolor
del “traicionado” ni su sufrimiento, derivados de la herida narcisista. Pero no
está bien visto reconocer en público este dolor. “Un clavo saca otro clavo”, es
el lema. “Ojo por ojo”. Se impone la sospecha, pero al mismo tiempo los pactos de autonomía y libertad. Cuando las parejas por alguna razón
deciden juntarse, ambos vienen de ser toreados en muchas plazas convertidos en
diferentes toros y vaquillas. La agitada vida pasada debe hacerse a un lado,
omitirse, pero aún así Raymond Carver considera que debe escribir un hermoso
cuento denominado: “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Se impone el perdón a regañadientes, jamás el
olvido. Y todo se vinagra hasta terminar en ruptura.
¿Qué hacer?
Surge entonces un cuarto “candado”, hermoso por su origen en el reino
de la autonomía moral del sujeto asumido en la responsabilidad Kantiana, pero a
la vez terrible por sus efectos y tristes espectáculos de auto-mutilación. Es
la promesa de fidelidad como “candado” que uno mismo se traga y hace suyo, que
uno mismo se impone. Por conveniencia, por cálculo, por miedo de ser
sorprendido o abandonado, por hastío de una vida pasada de sufrimiento a partir
de sucesivas heridas narcisistas, en fin, por decisión libre.
Este cuarto “candado” no proviene de una imposición externa al sujeto,
sino de un pacto interior en el que ambos en la pareja han decidido hacer un
paréntesis y confiar en ellos mismos, cerrando los ojos a las impresionantes
tentaciones que circulan por doquier. Muchos hombres empiezan a caminar por los
centros comerciales con los ojos en el piso. Sus compañeras los miran de reojo
y ellos a ellas también. Este cuarto candado que uno mismo se impone, engulle y
racionaliza hasta convertirlo en decisión libre y autónoma, no hace desaparecer
sin embargo el deseo carnal, sino que lo aplasta por un tiempo para
concentrarlo en el hogar. Porque la pasión, vertida ahora en el pacto
intramural de fidelidad, tiene su ciclo según los psicólogos y en menos de
cuatro años según las encuestas tiende a declinar. De ahí en adelante se convierte en mutuo apoyo, compañía y lealtad. El
advenimiento de los hijos, si acaso esto ocurre, termina dándole sentido de
perdurabilidad al pacto de fidelidad, pero aún así no hay garantía de nada.
Porque, como casi todos dicen, cada quien tiene derecho a “rehacer” su vida, al
costo que sea. Antes de las rupturas, al final, la vida de la pareja se
convierte en permanente lectura de síntomas, espacios de sospecha, seguimiento
de llamadas extrañas a los teléfonos móviles, incursiones al correo electrónico
a espaldas del otro, consultas a las adivinas, ataduras y ligas con brebajes,
fumadera de tabaco, contratación de detectives privados, en fin. El infierno de
nuevo, donde no faltan las palizas, los chantajes, los ultrajes, las
infidelidades por desquite.
Ante esto, no existen más que dos caminos principales conocidos, con
sus correspondientes variantes, ambos de muy graves consecuencias: en primer
lugar la sinceridad, es decir la confesión arrepentida ante la pareja, de los
episodios de caída en el “pecado” debido al poder aplastante de la manzana
seductora que todavía cuelga de todos los árboles en los centros comerciales
convertidos en pasarelas y absolutamente en todas partes en este mundo
erotizado; o, en segundo lugar, el recurso a la vida secreta de los infieles,
mejor llamados perros o perras que recurren a la clandestinidad y la intimidad
absoluta de sus vidas para no renunciar al goce merecido, a pesar del pacto de
fidelidad siempre en riesgo. Es lo que en el lenguaje popular se conoce como
“morronguera”.
Como ustedes acaban de escucharlo, el tema de la vida secreta de los
perros infieles de ambos géneros, es un tema que hace parte sustancial de la
dimensión trágica de la existencia humana. Quien lleva a cabo “actos infieles”,
jamás se propone intencionalmente hacer daño a nadie. Pero, si se llega a
filtrar la noticia, el daño y el dolor son inevitables. La pareja entra en el
terreno de la víctima y el victimario. Sin embargo, lo que busca el infiel no
es causar dolor a nadie sino hacerse regalos a sí mismo y a su necesidad abierta de goce en este mundo que no es, dicho sea de paso,
sino uno solo, el de esta maravillosa tierra que nadie puede impedirnos
convertir en una fiesta. Salvo que uno crea en la otra vida y en el
aplazamiento del placer, es decir salvo que uno se haya tragado el candado
hasta la entraña y considere que la continencia fiel es parte del camino de
salvación.
Tal como ocurrió con el pobre de San Agustín, que una vez convertido a
la fe abandonó a su compañera con la que fue feliz, en un acto de aterradora
deslealtad y traición por terror al placer en libertad; y que abandonó
igualmente a su hijo en un gesto de peor deslealtad, aterrorizado ante la idea
de que su vida pasada había sido de pecado e inadmisible libertinaje y concupiscencia.
Tanto fue el terror infundido, que el pobre abandonó la carne deliciosa,
abandonó a su mujer y a su hijo adolescente, se tragó el candado de la castidad
y se encerró bajo llave en clave cristiana hasta volverse santo. Pero escribió
un libro conmovedor, en el que confesó su “aberrante” gusto anterior por el
goce del mundo. Renunció al demonio y a
la carne –no me refiero a que el santo se hubiese vuelto vegetariano-, todo en
medio de la culpa y el arrepentimiento y se perdió para siempre en la hediondez
de la santidad conseguida de este aterrador modo a costa de la mayor deslealtad
y traición con los suyos que la historia conozca y de la que nadie ahora quiere
saber nada. ¿San Agustín, un pobre traidor? A este libro, el converso Agustín
llamó “Confesiones”. Hermoso pero aterrador documento de un psiquismo desleal
en pena. La lealtad a la que Agustín faltó, diferente de la fidelidad, es
absolutamente otro asunto, pero no es momento ahora de referirme a esta
diferencia.
Queda claro, entonces, que esta novela no tiene, a despecho de algunos
que en todo quieren ver “chisme” o comilona de vida íntima del tipo
“boyerisya”, un tono de autobiografía ni de “realiti” vivido en la impudicia.
Aquí se considera la infidelidad como parte sustancial de la dimensión trágica
de la existencia humana de todos por igual, ya sea en la realidad o en las
simples fantasías, porque el deseo oscila entre la libertad y la represión
moral con sus culpas asesinas. Todo ser humano es una sinfonía que merece ser
escuchada. Porque el otro que se ofrece al deseo tiene el encanto de
convertirse en espejo de la afirmación y comprobación del Yo, que intenta dejar
en el Otro una presencia memorable. No hay pues infidelidad sino afición
sinfónica.
Los personajes de esta novela no son entonces cínicos mentirosos
detestables, sino mujeres y hombres adoloridos inventores de historias y
relatos denominados “mentiras piadosas”, recursos imaginativos e inteligentes
que les permiten volver a la palomera doméstica, donde por supuesto se sienten
bien y tienen allí personas a quienes aman y se saben amados. Todo esto hasta
el día en que esas historias aguanten y se sostengan en términos de
verosimilitud y tolerancia. En la novela pretendo referirme entonces a toda la
humanidad, constituida por hombres y mujeres de nuestro tiempo, que retozan
sobre hermosas brasas encendidas, mientras de regreso a casa van dejando en
hilachas su sangrante y generoso corazón a lo largo de alambradas y avenidas.
La infidelidad como componente de la dimensión trágica, fragmentada y
escindida de la existencia humana es entonces el tema. Pero el tema es apenas
una parte secundaria, a veces sólo un asunto de paso en la literatura. Porque
la pregunta es: ¿Qué tipo de tratamiento estético debe hacerse del tema
elegido? Pues el tema por sí mismo no es la literatura. El “efecto literatura”
jamás deriva del tema sino de su tratamiento. La literatura es lenguaje, punto
de vista, metáfora, estilo, simbología. Los temas en literatura son muy pocos.
La muerte, la vida, la traición, el dolor, la vejez. Lo novedoso es el
tratamiento estético y lingüístico.
Yo invito a todos ustedes a leer “La vida secreta de los perros infieles”, no exactamente desde el tema sino desde el horizonte del lenguaje, la propuesta estética, los recursos literarios. A estas alturas de mi proceso diario de escritura silenciosa, sigo considerando que el “efecto literatura” es ante todo una derivación del lenguaje y de sus infinitos recursos. Si algo debo decirle en este momento al lector, es que fije su atención en la propuesta estética que me he propuesto entregarle en esta nueva novela.
Yo invito a todos ustedes a leer “La vida secreta de los perros infieles”, no exactamente desde el tema sino desde el horizonte del lenguaje, la propuesta estética, los recursos literarios. A estas alturas de mi proceso diario de escritura silenciosa, sigo considerando que el “efecto literatura” es ante todo una derivación del lenguaje y de sus infinitos recursos. Si algo debo decirle en este momento al lector, es que fije su atención en la propuesta estética que me he propuesto entregarle en esta nueva novela.
Santiago de Cali, Biblioteca Departamental, junio 29 de 2012.
Texto leído por el autor de “La vida secreta de los perros infieles”,
Fernando Cruz Kronfly, durante el acto de presentación de la novela en Santiago
de Cali, Colombia, el 29 de junio de 2012.
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