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20 de mayo de 2014
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MÁS ALLÁ DEL SÍNDROME
DEL AVESTRUZ:
‘LA NOVELA DEL SICARIO
EN COLOMBIA’,
DE ÓSCAR OSORIO
Presentación del libro*
Óscar Osorio durante la presentación de libro
Cali, Mayo 29, 2014. Fotografías: Julián Jaramillo
Presentación del libro*
Óscar Osorio durante la presentación de libro
Cali, Mayo 29, 2014. Fotografías: Julián Jaramillo
Por: Alejandro José
López
En la foto el autor lee su texto
En la foto el autor lee su texto
Hagamos de cuenta que no pasa nada. A muchos colombianos les
seduce este juego. Juguemos, entonces: “Erase una vez Colombia sin pobreza, sin
políticos corruptos, sin barrios marginales, sin guerrilleros ni paramilitares
ni ejército; erase, de hecho, una Colombia sin guerra. Y éste era un país sin
niños des-escolarizados ni hambrientos, sin desplazados, sin gentes muriéndose
en los pasillos de los hospitales suplicando ser atendidos, sin E-Pe-eSes
negando medicamentos esenciales ni condenando a muerte a sus propios afiliados
con tal de incrementar las ganancias, sin millares de personas viviendo en la indigencia,
sin desempleados ni trabajadores mal-pagos ni subcontratados por agencias de
empleo expertas en burlarles sus derechos —en este país, desde luego, el Estado
no autorizaría agencias de semejante laya—. Erase una vez Colombia sin atracadores
propinando tiros de gracia a quienes se nieguen a entregar sus pertenencias, ni
canallas que se creen muy machos porque ultrajan a las mujeres que dicen amar,
y las insultan y golpean y asesinan o mutilan con ácido. Y éste era, cómo no,
un país donde la palabra extorsión ni siquiera aparecía en el diccionario, un
país sin narcotráfico —o sea, sin aquella fauna tenebrosa repleta de ‘traquetos’,
‘patrones’, lava-perros y sicarios—.” Pues bien, a quienes gustan tanto de este
juego, voy a hacerles una confesión: a mí también me encantaría vivir en ese país.
Sin embargo, lo sabemos muy bien, esta colombiana cotidianidad que nos ha
tocado en suerte arroja sobre nuestras vidas infinidad de pruebas que refutan
la existencia real de aquella nación. Hasta ahora una Colombia sin todas estas
lacras sólo prevalece oníricamente en nuestros mejores deseos: es el país de
nuestros sueños. Pero la nobleza de esta aspiración no debería llevarnos a la
insensatez de instalarnos allí de modo ingenuo; es decir, volviendo la espalda
a la realidad que necesitamos estudiar, diagnosticar, intervenir y transformar.
Pretender que la negación de los horrores circundantes nos librará de ellos
equivale a enfermarnos de un mal psicológico y cultural, de una dolencia que la
sabiduría popular ha denominado siempre el síndrome del avestruz.
De esta dolencia psicológica y cultural procede buena parte
de las descalificaciones efectuadas contra aquella literatura que aborda nuestras
desgracias, que procura escudriñarlas, indagarlas, examinarlas; en definitiva, contra
aquella literatura que se esfuerza por establecer los orígenes de nuestra
colectiva tragedia y que, de este modo, persigue alguna compresión, alguna ruta
para vislumbrar salidas del oscuro laberinto, de esta violencia nuestra. Vemos entonces,
digo, cómo se despacha esta literatura con dos o tres plumazos lapidarios. En
la crítica que suele ocuparse, por ejemplo, de las novelas cuyo tema principal
es el narcotráfico o la ignominiosa figura del sicario abundan más los
prejuicios que la vocación de análisis. ¡Que no se lea sobre asesinos,
avestruz, a ver si se desaparecen! Y para completar la ingenua desventura, en
este país nuestro —donde se lee tan poco— basta la pirotecnia fraseológica de un
comentador con tribuna para condenar al ostracismo una obra concreta, un género
determinado, un autor cualquiera. No me llamo a engaños, sin embargo, no doy
por hecho que toda obra cuyo tema sea la contemporánea Colombia de nuestras
cuitas revista automáticamente un valor estético o sociológico. Bien sé que en
literatura ningún motivo es interesante o anodino a priori. En el arte de la
palabra, lo fundamental pasa por el modo, por la manera en que cada autor hace
suyo un asunto particular y, acogiéndolo en su sensibilidad, impregnándolo de
su inteligencia, liberándolo a su intuición, procura hacer con él una obra perdurable.
Pero, precisamente, establecer si la fortuna ha acompañado o no al escritor en
su propósito es tarea de la crítica. Y para que ésta pueda ser realizada a
cabalidad ha de ejercerse sin prejuicios, con autonomía de criterio, con rigor
intelectual. Diré algo más: aunque no abundan, tenemos por fortuna algunos
críticos que saben todavía nadar a contracorriente, estudiosos que se niegan a
aceptar los lugares comunes, investigadores que se consagran a la escrupulosidad
del análisis para derruir prejuicios e iluminarnos con perspectivas renovadoras.
Estos críticos nos entregan puntos de vista capaces de explicar la valía de obras
despreciadas y tergiversadas o de poner en el lugar justo libros mediocres que
han sido engrandecidos con las hormonas del marketing editorial. Éste es el
tipo de aplicación que sabe llevar a cabo Óscar Osorio con su acucioso trabajo
analítico. De hecho, esto es lo que hace en el libro titulado “La Virgen de los sicarios y la novela
del sicario en Colombia”, obra que resultó ganadora del Premio Jorge Isaacs de
Autores Vallecaucanos 2013 —en la modalidad de ensayo— y que acaba de ser
publicada por la Secretaría de Cultura del Departamento; justamente, uno de los
libros que hoy nos tienen aquí reunidos.
Daniel Felipe Osorio interviene.
2
Detengámonos ahora en una expresión que hizo carrera en la
crítica literaria colombiana de los últimos años, una palabra que apareció en
1995 y que continúa ligada a la novelística de la violencia. Su popularidad se
debe, seguramente, a su fácil recordación y a lo ingeniosa que resulta. Me
refiero a la voz “Sicaresca”. Con este acrónimo que mezcla el inicio del término
“sicario” con el final del vocablo “Picaresca” bautizó el escritor y periodista
Héctor Abad-Faciolince aquellas novelas que tienen al sicario como personaje
central. La buena fortuna no lo acompañó, en cambio, cuando quiso desarrollar
esta expresión como un concepto; por el contrario, fue desbordado por sus
prejuicios y por el afán de hacer coincidir en este tipo de novela ciertas características
del género aquel legado por los narradores del Renacimiento y del Barroco
español. La manera como Óscar Osorio se dedica minuciosamente a desmantelar
tanto las aprensiones como los apresuramientos de Abad-Faciolince resulta
modélica para quienes nos interesamos en la crítica literaria, para quienes
entendemos que sin ella toda literatura está incompleta. Y hemos de anotar que
la labor de Osorio cobra una importancia capital si tenemos en cuenta que la
gran mayoría de los anatemas que han recaído y que siguen lloviendo sobre este
tipo de textos proviene, sobre todo, de las mismas imprecisiones conceptuales en
que incurre Abad-Faciolince. En su libro, Osorio decide estudiar en detalle
siete novelas de este género escritas entre el año 1988 y el 2000, obras particularmente
emblemáticas; a saber: “El sicario” (1988), de Mario Bahamón Dussán; “El
pelaíto que no duró nada” (1991), de Víctor Gaviria; “Sicario” (1991), de
Alberto Vásquez-Figueroa; “La virgen de los sicarios” ((1994), de Fernando
Vallejo; “Morir con papá” (1997), de Óscar Collazos; “Rosario tijeras” (1999),
de Jorge Franco Ramos; y “Sangra ajena” (2000), de Arturo Alape.
Tomemos de manera ilustrativa dos de las afirmaciones
rebatidas por Osorio. La primera, el apresuramiento que consiste en afirmar que
tanto la “Picaresca” como en la “Sicaresca” son relatos narrados en primera
persona por un protagonista del bajo mundo que cuenta algún trayecto de su
vida. Está claro que así proceden los novelistas españoles ya mencionados; no
obstante, hacer extensivo este rasgo a las narraciones colombianas de tema
sicarial es una afirmación que no resiste ni la más somera de las
confrontaciones. Osorio nos muestra cómo tanto la novela de Vallejo como la de
Franco Ramos están contadas por personajes que son sólo testigos del accionar de
sus amigos sicarios; nos indica cómo las obras de Bahamón y de Collazos aparecen
narradas en tercera persona; nos señala cómo incluso los relatos de
Vásquez-Figueroa, Alape y Gaviria, pese a estar efectivamente narrados por la
primera persona del sicario, traen sus voces mediatizadas por la figura de un
escritor periodista que ha entrevistado a dichos criminales. Esto comprueba evidentemente
que el tono de ficción autobiográfica característico de la “Picaresca” española
resulta por completo ajeno a la “Sicaresca” colombiana. Esta es la razón por la
cual Osorio se muestra tan reacio a adoptar el nombre dado por Abad-Faciolince
a este tipo de obras y propone como alternativa que se hable puntualmente de
“Novela del sicario” o “Novela del sicariato”.
Pasemos en esta ejemplificación a un segundo aserto refutado
por Osorio. Y éste resulta muy sensible en la medida en que se refiere a la
disposición extensiva de esta literatura frente a la figura del asesino a
sueldo y sus ejecutorias; es decir, hablo de una actitud ética que
Abad-Faciolince generaliza y juzga con severidad, pues considera que hay una postura
benevolente de los autores, una “fascinación” con sus protagonistas delincuentes.
Sin rubor alguno, el escritor y periodista antioqueño regresa sobre su
invención terminológica varios años después, en el 2008, para cargar las tintas
con ferocidad e injusticia —incluso con irresponsabilidad—; de esta suerte,
califica directamente de “hampones literarios” a aquellos autores que “hacen
culto sórdido a la vulgaridad y a los hampones o a sus hembras de plástico”.
Pero a Abad-Faciolince le sucede de nuevo, como demuestra Osorio, que sus
juegos conceptuales se le desmoronan, no aguantan una sustentación cierta en
los textos que descalifica con tanta furia. De las siete novelas estudiadas en
este libro, sólo dos son en realidad complacientes con la figura del sicario:
“Rosario tijeras” y “Sangre ajena”. Las otras manejan diversos grados de
distanciamiento —aunque, como veremos luego, la obra de Fernando Vallejo
configura un caso aparte—. Nos dice Osorio:
Los
narradores en tercera persona de la novela del sicario pertenecen a la sociedad
normalizada y exhiben rasgos de una cultura más “elevada” y, en la mayoría de
los casos, de una distancia moral que condena el mundo del sicario. Los
narradores en primera persona de esta novelística también dejan clara la
diferencia (casi siempre superioridad moral) entre ellos y el sicario. (Pág.
28)
Sin embargo, la ola ya se ha echado a andar. Y la
descalificación se reproduce en otras instancias, igualmente prejuiciadas, o desinformadas,
o lastradas por la tergiversación. ¡Avestruz, no hablemos de ellos, avestruz; tal
vez esto los haga desaparecer! Entretanto, se escuchan los disparos a la vuelta
de nuestra esquina y el festín de los sicarios se perpetúa voraz, por más que nos
empeñemos en desconocerlos. Así, pues, han surgido algunos comentadores que
replican el error, la falacia, la reprobación improcedente. Osorio procura
rastrearlos —en artículos, cometarios, columnas, entrevistas, tesinas—, ya que
no es ésta una obra contra Abad-Faciolince en particular. El acumulado de
precisiones necesarias a diversos autores es notorio en este libro; la calidad
de las argumentaciones, sobresaliente; la investigación de Osorio, cabal. También
es cierto que hay aquí una interlocución consistente con otros tratadistas que
se han ocupado juiciosamente de este asunto, pues uno de los mayores logros de
este trabajo es su cuidadosa documentación. Estamos ante el mejor estudio que
se ha publicado hasta la fecha sobre este tema tan crucial y doloroso para
nuestra literatura, para nuestra realidad.
Julián Malatesta interviene
3
Después de escudriñar los avatares de la palabra “Sicaresca”
en el primer capítulo de este libro y de analizar seis de las obras que
integran su corpus en el segundo, Osorio le dedica el capítulo de cierre a la
más famosa de estas novelas: “La virgen de los sicarios”, de Fernando Vallejo. Bien
sabemos que la controversia generada por esta ficción surge de la diatriba
inmisericorde que su narrador despliega contra los pobres, contra las mujeres,
contra la diversidad racial de los colombianos, contra la procreación, contra toda
institucionalidad; en última instancia, dicha polémica es el resultado de su aborrecible
aclamación del genocidio como única salida posible a los males que afligen esta
nación. Muchos críticos han querido leer esta virulencia y esta misantropía
como una estrategia de carácter paródico. Osorio realiza un pormenorizado
análisis del narrador que aquí se prefigura y, a partir de ello, del modo en
que éste lee la realidad circundante. Y al estudiar la cosmovisión que pone de
manifiesto, concluye que el proyecto novelístico de Vallejo está estructurado
desde un pensamiento criminal; en otras palabras, por más que se evidencien pasajes
satíricos a lo largo del relato, la globalidad de esta narración está gobernada
por una lógica distinta. Nos dice Osorio:
Aunque
la novela está llena de ironías, de juegos de lenguaje, de hipérboles, se
advierte una clara posición ideológica del narrador protagonista en su
propuesta de exterminio de la gente pobre, en sus frases lapidarias y en sus
explicaciones sobre la formación de los asentamientos humanos en las montañas
de Medellín, en su valoración repugnante de los habitantes de estos suburbios, en
la distancia purista de sus disertaciones respecto del lenguaje de las comunas
y en su exasperante misoginia. (Pág. 190)
Una vez más, en este capítulo final, Óscar Osorio despliega lo
mejor de su capacidad crítica. Pone a prueba su honestidad intelectual y su
rigor investigativo al confrontar, entre otras, a dos de las figuras más
prestigiosas y aplaudidas de nuestra literatura contemporánea. Pero no lo hace
incurriendo en expresiones altisonantes, ni en injurias, ni en frases
truculentas —conducta ésta tan detestable como difundida en la crítica
colombiana de los últimos tiempos—. Osorio prefiere desplegar su agudeza
analítica en cada lectura, opta por construir un diálogo solvente con otros
estudiosos de su tema, elige entregarse a la filigrana de la argumentación y de
la demostración. Y, sobre todo, decide encarar con seriedad los asuntos más
recurridos en la novelística reciente de nuestro país. Dicho de otro modo, escoge
hacerle frente a aquel síndrome del avestruz que tan flaco servicio le presta a
nuestra literatura y a nuestra realidad. Cuando concluyo su lectura, reflexiono
largamente sobre el extraordinario valor de este trabajo; entonces, me quedo
pensando: Señor Osorio, usted es el crítico que yo quisiera llegar a ser cuando
sea grande.
Cali, mayo 29 de
2014.
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* OSORIO,
Óscar. La Virgen de los sicarios y la
novela del sicario en Colombia. Secretaría de Cultura / Gobernación del Valle
del Cauca / Premio Jorge Isaacs. Cali, 2013.
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PRESENTACIÓN POR DANIEL FELIPE OSORIO
TEXTO COMPLETO:
http://ntc-ensayos.blogspot.com/2014/06/la-novela-del-narcotrafico-en-colombia.html
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OTRAS FOTOGRAFÍAS
Fotografías: Julián Jaramillo
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PRESENTACIÓN POR DANIEL FELIPE OSORIO
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OTRAS FOTOGRAFÍAS
Fotografías: Julián Jaramillo
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Daniel Felipe Osorio, Óscar Osorio y Alejandro José López
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LAS FOTOS en ÁLBUM:
https://picasaweb.google.com/111515077843964359836/OscarOsorioPresentacionDeDosDeSusLibrosMayo292014#
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NTC ... ENLACES
La invitación
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*** 29 de mayo, 2014 Cali, 6:30 p.m.
--- “La Virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia” y “El narcotráfico en la novela colombiana”. De Óscar Osorio. Presentación de sus dos más recientes libros de ensayos. Presentan, respectivamente: Alejandro José López (Universidad del Valle) y Daniel Felipe Osorio(Universidad de los Andes). El primer libro, ganador del Premio Jorge Isaacs 2013, modalidad Ensayo, y editado por la Secretaría de Cultura del Valle. El segundo, editado por el Programa Editorial de la Universidad del Valle. Invita: Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Lugar: Sala Diego Garcés, Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero.Entrada libre. / Detalles, e información y textos: http://literaturaenelvalle.blogspot.com/2014_05_20_archive.html . Click derecho sobre las imágenes para ampliarlas en una nueva ventana. Luego click sobre la imagen para mayor ampliación.
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