lunes, 27 de junio de 2016

GARABATOS EN EL TIEMPO. Por Juan Manuel Roca

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GARABATOS EN EL TIEMPO

Por Juan Manuel Roca 

Suplemento Generación, de El Colombiano, Medellín, Junio 19, 2016 

Una cosa son las investigaciones científicas sobre el tiempo y el hallazgo de las ondas gravitacionales y otra muy otra la de quienes vivimos, querámoslo o no, atenazados por los minuteros. Creo que hasta Albert Einstein miraba de soslayo su reloj cuando de tomar alguna medicina se trataba, esto en cuanto a la cotidianidad individual, y que también lo miró cuando el calendario marcó un día de diciembre de 1932 y debía abandonar su Alemania natal ante la hora negra del nazismo.
A quienes no tenemos un rigor científico sino más bien un talante patafísico y aficionado a las soluciones imaginarias, como ocurre con las artes y con la poesía que desde siempre han tenido una relación disfuncional con la realidad, quizá nos quede como una obsesión la fobia irremediable al tiempo manipulado. Por esto voy a referirme al tiempo alienado por el hombre o mejor aún al hombre alienado por el tiempo, sin grandes elucubraciones ni teorías.
Desde los relojes de leche de Babilonia hasta la anulación casi total del hombre que juega por el hombre que trabaja, siendo el juego anterior a la cultura (Huizinga dixit), el tiempo es aquello que no debe perderse, más aún si es el tiempo de los demás parcelado por los que los explotan.
Pienso en los luditas. En su mitológico líder llamado Nedd Ludd, pero también llamado el rey Ludd o el Capitán Ludd, un legendario hombre del pueblo que en medio de la llamada revolución industrial y en contra del movimiento del feroz maquinismo, realizó hacia 1811 acciones desesperadas contra las máquinas, contra las fábricas de hilados, lo que propició el ludismo del que hoy solamente existen vestigios en algunas repulsas teóricas a la tecnología.
Muchos de los seguidores del mítico Ludd terminaron en la horca, que obviamente tiene una forma de péndulo negro. Vale mucho la pena leer lo que escribe Christian Ferrer, ensayista argentino y lúcido anarcólogo sobre ese movimiento libertario y hasta inocente frente a la industrialización, en su libro “Cabezas de tormenta” (2004) *.
Ferrer nos recuerda que esa revuelta era más de orden moral o social que política. Por supuesto que esta subversión ludita fue también, aparte de que veían la llamada revolución industrial como una automatización de la clase obrera, una repulsa contra la maquinación del tiempo.
Algunos imaginaban, en una escena que podría ser de Jarry, un fusilamiento, anodino podríamos decir ahora pero no menos valiente y patafísico, de un regimiento o una fila india de relojes. Anodino, porque si bien, como dice el poeta “los relojes pierden el tiempo”, más aún lo perdemos los que intentamos convencer a los más cerreros amantes del trabajo, que el ocio es el padre de toda creación y que por eso, en lo posible, hay que andarse con cuidado con la parcelación excesiva de nuestro tiempo.
Esto lo han sabido bien los poetas. No en vano fue Lord Byron un gran admirador del movimiento ludita al que dedicó uno de sus cantos memorables. No es raro que el primer libro de Byron adolescente se llamara “Horas de ocio” y que proviniera de la pluma de un aristócrata que también era, sin juegos de palabras, un ácrata de corazón.
Me dirán los científicos, y tendrán razón que hago reduccionismo al hablar del tiempo manipulado y no del que gravita sin que en nuestra pobre cotidianidad lo notemos. Pero no le negarán a Amiel que “el tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos”, con lo que lo hace de un orden individual, para sentar además un posible camorreo con historiadores y sociólogos. Más obvio y aterrizado es el proverbio italiano que dice que “el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor” o el de William Blake que  en los “Proverbios del infierno” manifiesta que “la eternidad está enamorada de las obras del tiempo”.
Ahora, es verdad que no todos vivimos en la misma hora. Hay quienes viven anclados al pasado y hay quienes solo piensan en el futuro, con lo cual muchos nos quedamos en un limbo horario. También los que en materia política, valga el ejemplo, hace mucho no le dan cuerda a su reloj de paredón pero marcan tarjeta todos los días en el aburrimiento.
Haciendo asociaciones ligeras sobre el tiempo y los relojes, sin inmiscuirme en las honduras de la ciencia, la imagen que más me seduce proviene más que de la literatura, del cine mudo. Harold Lloyd, el notable comediante norteamericano de origen galés, pende de un gran reloj en las alturas, como si la vida misma supusiera pender del oculto paso del tiempo, que tiene al parecer un paso sigiloso de galgo. El breve filme al que tradujeron como “El hombre mosca” (1923), es una reiteración metafórica de lo temporal. En muchas de sus escenas y de sus situaciones, aparece un reloj. Que el formidable cómico huyera de la policía no era una novedad. Como lo hizo en otras películas y como ocurre también con Chaplin, los policías son los enemigos del tiempo libre y sin obligaciones laborales y de los Bartlebys de turno que insumisos a cada propuesta “prefieren no hacerlo”.
Lloyd trepa a un edificio clásico y llega, como en una metáfora del ascenso de clase, del escalador que se ha vuelto en los años 20 el hombre norteamericano con ansias de  conquistar la cima. Es el hombre corriente “del tiempo es oro” que quisiera leer en los billetes la frase luterana “In Gold we trust” mejor que la oficialmente acuñada “In God we trust”. Harold Lloyd logra coronar las manecillas del gran reloj que marca las 11 y 25 de la mañana, hora de trabajar, aunque un grupo de vagos o de transeúntes lo miren como un triste pero admirable espectáculo. Es de suponer que al grupo de expectantes les suene también el tic tac del corazón. 


Una única recomendación a quien haya llegado al final de esta nota: mire su reloj y apresúrese a ir al Parque Explora, zambúllase un tiempo en el tiempo.  

Y como posdata va mi pequeño y fugaz poema:  




POEMA DEL TIEMPO

Un niño
Se zafa de la mano
De su padre.

Entra por la puerta
Giratoria de un hotel

Y tras el giro,
Al volver a la calle,

Es un anciano.



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