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*** Domingo, 18 de septiembre, 6:30 PM. Medellín, Fiesta del Libro y la Cultura (10 años)
--- Las pequeñas causas . José Zuleta Ortiz. Cuentos, con ilustraciones a color. Presentación del libro.Sílaba Editores, Medellín. Agosto 2016. Formato: 21,5 x 16.o cms. Páginas: 158. Fuentes y detalles sobre el libro y el autor:http://silaba.com.co/sitio_libro/las-pequenas-causas/ ---- http://silaba.com.co/perfil_autor/jose-zuleta/
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"EL RELOJ", uno de los relatos del libro
Gaceta, El País, Cali, Septirmbre 18. 2016
Sol Colmenares llegó tarde a la
repartición de la herencia del abuelo. Era la menor de sus nietas y su
preferida. Luego de leer el testamento, le correspondieron algunas
antigüedades. Una lupa rusa de cristal empotrada en un marco de bronce. Una
balanza para pesar oro y un cofre alemán de madera oscura, que tenía varios
cajones secretos y que el bisabuelo usó hacia mil ochocientos cincuenta como
caja fuerte. Leído y releído el testamento, y sin más bienes que repartir, Sol
se llevó el cofre y las otras herencias para su casa.
El cofre tenía un complejo
mecanismo de seguridad: al abrir un compartimiento, se bloqueaba o
habilitaba otro. Era un asunto de paciencia y observación. Sol
quiso abrir todos los cajones secretos de aquel cofre. En realidad no era
fácil. Nada en su arquitectura sugería la forma o el lugar.
Había que pulsar, halar, correr
con sutileza y suavidad cada centímetro de madera, y de pronto, un cajoncito se
abría. Así encontró un sobre pequeño con el retrato de la abuela y un texto
manuscrito que hablaba del tiempo y de la realidad. Sol no entendió nada.
Finalmente, cuando ya no pensaba indagar ni escrutar más, una noche, tras un
golpe involuntario en un costado del cofre saltó una tablilla, y al tirar de
ella se abrió una caja forrada en terciopelo, con el espacio apenas
justo para albergar un reloj de oro.
El reloj tenía una contramarca
en la que se indicaba que había sido construido en Ginebra, Suiza, en mil
ochocientos veintitrés. El tablero era negro como el ónix y las horas estaban
marcadas con puntos iridiscentes. Tenía grabados en oro, sobre el fondo oscuro,
solo tres números romanos: el cinco, el diez y el dos.
A Sol le pareció extraño que
solo tuviera esos números marcados, cuando lo corriente es que se marquen el
doce, el seis, el nueve y el tres. Le dio cuerda y el reloj comenzó a sonar; un
tictac armónico, claro, preciso, comenzó a emerger del interior y sintió
que algo muy antiguo y calmo se despertaba.
La satisfacción que le
produjo oír el reloj funcionando, la alentó a usarlo.Durante esa semana llegó
tarde a dos reuniones y se acostó y levantó más temprano que de costumbre.
Buscó su reloj de pilas y lo puso a la misma hora que el antiguo reloj de
cuerda. Comprobó con precisión que el reloj heredado del abuelo se retrasaba
entre quince y diez y nueve minutos, de lunes a sábado y los domingos
media hora. La pérdida de una cita con su jefe la llevó a sospechar que
el reloj se retrasaba y decidió llevarlo a una relojería; allí le dijeron que
no podían repararlo, pues su mecanismo era muy antiguo. Aunque muchos lo
vieron, ningún relojero se animó siquiera a destaparlo.
Entonces, tratando de salvar su
joya, tomó la lupa y trató de leer en la contratapa del reloj y en los bordes
del tablero para ver si obtenía algún dato del fabricante. En el borde inferior
del puntero que gira las horas encontró la letra T. Nada más que eso, los otros
textos eran 21 Jewels y Swiss Made. Sol escribió a una relojería de
Suiza contando que tenía aquel reloj. Pasó el tiempo y no hubo respuesta.
Finalmente, una tarde cuando
llegó a casa encontró un sobre bajo su puerta. Le respondían de la relojería
suiza, le dijeron que el reloj en cuestión no estaba en ninguno de los
catálogos de las relojerías actuales, pero que un viejo relojero consultado por
ellos quería verlo. Sol con cierta inseguridad, pero alentada por la seriedad
de la respuesta envió el reloj a una dirección de Ginebra. A un tal Amadeus
Ellenrieder que, según la casa de relojes, era la única persona que podía dar
algún concepto sobre el reloj. Al final de la nota decía: Señorita Colmenares,
debe apresurarse pues el señor Ellenrieder tiene noventa y dos años. El tiempo
apremia.
Cuando Sol entregó a la empresa
Deprisa el paquete, hizo a modo de despedida o de conjuro, una señal de la
cruz.
Tres meses después lo había
dado por perdido. Se la oyó lamentarse de enviar así, sin ninguna garantía, la
herencia del abuelo a un viaje sin retorno. En alguna ocasión, y como por no
dejar, envió mensajes a la casa de relojes que lo recomendó, y al propio señor
Ellenrieder, contando que era una herencia y preguntando por la suerte de su
reloj y pidiendo que se le devolvieran cuanto antes.
Al quinto mes recibió un
mensaje que decía: “Apreciada Sol, el reloj está en perfectas condiciones, es
uno de los más finos y precisos de cuantos ha fabricado Suiza. Sin embargo
usted dice que se atrasa de quince a diecinueve minutos por día y treinta
minutos los domingos. He de contarle lo que ocurre y espero que usted sepa
comprenderlo. El reloj fue construido en 1823, en aquel tiempo el tiempo era
distinto, el universo cambia y el tiempo con él. Para hacer comprensible lo que
ocurre a su reloj debo decirle que ahora hay menos tiempo, que el magnífico
reloj de su abuelo marca el tiempo de aquellos lentos días.
Comprenda que poner a galopar
tan delicado mecanismo al ritmo actual es algo a lo cual se niega, con cierta
razón. Lo de los domingos es apenas comprensible: tiene que ver con una costumbre
que se perdió con el tiempo: dedicar media hora los domingos a cantar. El
antiguo reloj de su abuelo no sabe que eso ya no es necesario en los tiempos
que corren. Todo se hace vertiginoso, la luz parece ir más rápido, lo veloz es
más apreciado que lo lento. Sabe usted, Sol, que las estaciones eran más largas
porque éramos más lentos. En los viajes conocíamos mejor los lugares por los
que viajábamos pues íbamos más despacio. De todas formas los relojes ahora son
más exactos, miden centésimas y milésimas de segundo. Como pudo ver, el reloj
que heredó ni siquiera tiene segundero.
A mí me gustan los segunderos;
cuando los observamos se ve caminar el tiempo; me gusta ver cuando el segundero
sube desde el nueve hacia el doce, y prefiero los segunderos que hacen una
pausa en cada segundo, a aquellos que pasan de largo sobre las líneas de los
segundos como cronómetros de un tiempo sin pausas. En aquellos tiempos de su
abuelo poco importaba un segundo. Me disculpará la tardanza en responder y la
extensa misiva, pero a mi edad uno se toma su tiempo para todo, y la verdad, no
tengo mucho con quién hablar de este tema apasionante. A la inquietud sobre los
atrasos de su reloj sólo puedo decirle que está en perfectas condiciones, el
que no anda bien es el tiempo mismo. Una última cosa, apreciada Sol, he pensado
que si pudiera vivir al ritmo del reloj de su abuelo, se haría un favor.
Llegue tarde, gaste de quince a
diecinueve minutos mirando correr el agua del río, recordando los juegos de su
infancia, o durmiendo una siesta. Los domingos camine por el campo o haga
lo que el reloj quiere: cante sin pensar en los tiempos que corren. T es una
orden secreta a la que pertenecían los artesanos que construyeron el reloj y
tenían como misión guardar los secretos del tiempo”.
Sol sorprendida y satisfecha
por las noticias, respondió el mensaje inmediatamente pidiendo al amable
Amadeus que le enviara su joya.
Tres meses después y cuando Sol
empezaba a impacientarse, llegó un paquete con el reloj y otra nota del señor
Ellenrieder. Sol leyó:
“Apreciada Sol, quizás piense
que retuve el reloj para tratar de ajustarlo a los actuales tiempos, pero no.
Lo retuve para oírlo sonar, para sentir su música pausada, el ritmo de nuestros
mayores, la sombra fresca del pasado hecha música. Fue un placer asesorarla en
este asunto y espero que entienda lo que los sabios de la secta T advirtieron:
el tiempo que se marca no será nunca nuestro tiempo. En la antigüedad el tiempo
lo marcaban los astros, un día era la luz del sol. Un año el tiempo desde el
comienzo de la primavera hasta el fin de invierno. Una última cosa, retiré el
puntero que marcaba los minutos, pues ahora, que conoce como sus antepasados la
cuestión, puede distraerla. Se lo dice alguien que sabe del asunto; al tiempo
es mejor no mirarlo. Ahora sabe que un buen reloj es un instrumento para oír la
música del tiempo, recuerda que el silencio es el tiempo que necesita la
música para ser. Por último debes saber que todo este asunto comenzó cuando a
nuestros antepasados les dio por meter la inexactitud de un latido del corazón
dentro de una cajita”.
El autor
José Zuleta Ortiz (Bogotá,
1960) ha ganado entre otros el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de
Cultura (2009). Además es fundador y director del programa ‘Libertad bajo
palabra’, que realiza talleres de escritura en 21 cárceles de Colombia. José
vive en Cali desde 1969 y ha publicado obras como
‘La mirada del
huésped’, ‘La sonrisa trocada’, entre muchos otros.
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Crónica del QUINDÍO, Octubre 16 de 2016
Entre
la infancia y la sabiduría, las pequeñas causas de José Zuleta
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